«Si quieres que el dinero nunca te falte, el primero que tengas no te lo gastes». Esta es una de las frases que mi abuelo me repetía hasta la saciedad en las innumerables charlas que ambos mantuvimos durante años y en las que recordaba los mil y un avatares de su vida. El padre de mi madre era austero, pero sabía perfectamente cuándo gastar y en qué.

Mi abuelo, en definitiva, era un cabeza de familia al que le tocó, como a tantos de su generación, vivir uno de los enfrentamientos más crueles de la historia de España: la guerra civil. Sufrió lo suyo en unos años en los que su madre y uno de sus hermanos estaban en el otro bando (no importa cuál). Y eso, inevitablemente, le marcó para siempre. Y sus prioridades cambiaron.

Hoy, por fortuna, las cosas son bien distintas, pero reconozco que echo en falta alguna de esas lecciones de vida que han sido olvidadas por las generaciones que han ido tomando el relevo.

En los años más oscuros de España, la prioridad era sobrevivir y hoy... hoy no sé cual es la prioridad, por ejemplo, de la clase política. Y no me refiero exclusivamente a la incapacidad para alcanzar acuerdos que cristalicen para hacer más fácil la vida de los ciudadanos. También a cuál es el uso que se hace de los impuestos que pagamos entre todos.

EFICIENCIA DEL GASTO

La responsabilidad pública, que debería ser el santo y seña de la política, escasea, y la preocupación de esta por lo que verdaderamente importa a la sociedad, es decir, las cosas del comer y del vivir, cotiza a la baja en estos tiempos de zozobra. Dicho de otra forma, la economía, el control y la eficiencia del gasto público deberían ser parte troncal de la hoja de ruta de la clase política. Y todo ello redundaría en mejores servicios sanitarios, educativos y de justicia. Al mismo tiempo, eso permitiría impulsar inversiones productivas necesarias en un territorio como Aragón.

La Cámara de Cuentas, sin ir más lejos, hacía público hace unos días su informe de fiscalización sobre el uso de los fondos del Plan Miner entre 2010 y 2017 (se destinaron 418 millones de euros en ese periodo). Su conclusión fue que, aunque los recursos destinados mejoraron las infraestructuras y el empleo, no se logró un desarrollo económico eficaz para el mantenimiento de la población.

Los fondos destinados la reindustrialización de la minería en Aragón es, quizá, uno de los mejores ejemplos de que invertir mucho dinero no es sinónimo de generación de riqueza. Y esa es una lección que el actual cuatripartido de Lambán debería anotarse en rojo para esta legislatura, más todavía cuando se da una confluencia de cuatro partidos en un mismo ejecutivo.

A LA ESPERA DE LA FINANCIACIÓN

Parece claro que el mejor comienzo sería contar con un nuevo sistema de financiación que paliase el déficit de recursos que sufre Aragón. Pero la falta de soluciones a corto plazo y un escenario de escasez e incertidumbre como el actual -la inestabilidad política lastra las cuentas de las autonomías y la recesión asoma en algunos países europeos- obligan a ser eficientes.

El rector de la Universidad de Zaragoza ya lo advirtió el pasado domingo en las páginas de este diario: «Habrá que sentarse a hablar (con la DGA) para ver dónde hay que priorizar las actuaciones». Y el presidente de la Cámara de Cuentas de Aragón, Alfonso Peña, vuelve a poner el dedo en la llaga en las páginas de la edición de hoy al afirmar que «el PIB autonómico y también el nacional llevan varios años seguidos creciendo en torno al 3% y aun así el sistema no es capaz de financiar los servicios públicos esenciales».

Por todo ello, intentar acertar en cuál es el mejor destino del dinero público, el que sale de los impuestos que pagan todos los ciudadanos, debe ser una meta irrenunciable para la clase política. Pero, como decía mi abuelo, todo se reduce a una cuestión de prioridades. Veremos cuáles son las de Aragón.