Ni piensan que deben aguantar malos tratos por los hijos ni creen que así se consigue algo a cambio. Han sufrido durante muchos años la ira de sus maridos y encuestas como las del Centro de Educación de Adultos Juan José Lorente de Zaragoza les causan perplejidad. "Hay que vivir esto para saber lo que es", aseguran Manuela y Ana, tan atemorizadas todavía --a pesar de que ya están fuera de peligro-- que ni siquiera dan sus nombres verdaderos ni se atreven a fotografiarse para ilustrar este reportaje.

Según el sondeo de este centro de adultos de la DGA, la mitad de los hombres de Zaragoza consideran que las mujeres deben soportar los malos tratos por el bien de los hijos. Y un tercio afirma que a cambio del maltrato la mujer obtiene algún beneficio, porque si no se separaría. Además, el 50% estima que los malos tratos son casos aislados, pérdidas de control momentáneas. Pues el marido de Manuela perdió el control momentáneamente durante 32 años, los que estuvo casada con él hasta que murió.

"Me pegaba, me encerraba, no me daba de comer, me engañaba con una vecina...", relata Manuela, una malagueña que emigró a Bilbao con su marido a los dieciséis años. Allí encontró el infierno. "Era un borracho celoso que me maltrataba mientras yo limpiaba en casas para ganar algo de dinero. Las vecinas me veían tan mal que me daban ropa para mis dos hijos, para que no los llevara medio desnudos", lamenta ahora, aunque ya puede decirlo con una sonrisa, porque a los 48 años enviudó --"le dio un infarto"-- y ahora, con 56 años, vive con un hombre "maravilloso".

Lo conoció en Mallorca, en un viaje del Inserso, y aunque al principio le dio miedo, al final se volvió a enamorar. "Cuando me vine a Zaragoza, pensé: Pero, ¿qué estoy haciendo? Ahora sé que acerté, porque juntos estamos muy a gusto".

Ana, al igual que Manuela, es alumna del Centro de Educación de Adultos Juan José Lorente, y también es andaluza, pero su historia, de momento, no tiene el mismo final. Durante sus 30 años de matrimonio, asegura que su marido no le llegó a pegar, pero le acosó hasta límites insospechados. "Me obligaba a hacerlo (mantener relaciones sexuales) y ahora no puedo soportar que se me acerquen los hombres", cuenta con amargura.

Lo suyo fue un maltrato psicológico cotidiano. Poco a poco, pero sin descanso, le minó la autoestima. "Me acusaba de serle infiel, incluso con mi cuñado, cuando yo en la vida he estado con otro hombre que no fuera él", asegura, y cada vez que habla está a punto de echarse a llorar.

Un día cambió su destino, cansada de aguantar, y se acercó a la Casa de la Mujer del Ayuntamiento de Zaragoza para exponer su caso. "Ahora estamos divorciados, y aunque no ha sido fácil establecer la relación con mis dos hijos estoy contenta", resume, aunque en su rostro tiene las marcas que deja la tristeza prolongada.

Las dos nacieron en Andalucía, emigraron, tuvieron matrimonios tortuosos, quieren a sus hijos e intentan rehacerse en Zaragoza. Ahora, en el centro de adultos aprenden lo que la vida no les enseñó. Del resto, de pasarlas canutas, saben latín.