Los rosconeros y fabricantes de rosquillas de la ciudad tienen una noche atareada. Mañana es San Blas y eso significa montar los tenderetes frente a la iglesia de San Pablo. Con ese gesto cumplen con una tradición de muchos años que, como suele ser habitual en estos casos, va bastante a menos. Las normas sanitarias, la desidia de los fieles y las ofertas de consumo ya no hacen necesarios unos tenderetes que se resisten a desaparecer.

Los meses de enero y febrero son especialmente generosos en santos que celebran sus fiestas asociados a generosos postres representativos. San Blas, como patrón de los enfermos de garganta, tendrá trabajo que hacer con los glotones tras estos días. «Hogueras, cencerros, buen tocino y buen porrón... / ¡Con estos santos no se aburre aquí ni Dios!», cantaban los de La Ronda de Boltaña para conmemorar el espíritu popular de estas jornadas.

La abarrotada plaza del Pilar del pasado miércoles es el mejor ejemplo. Roscón, chocolate y millares de personas compartiendo filas y confidencias. «Lo mejor es la espera», aseguraba una señora con buen humor. Allí colocó su puesto de dulces la castañera de la plaza San Miguel, Pilar Monzón, inagotable portavoz de dos mundos que se acaban. Desde el año 1983 lleva en el empeño.

VÍSPERA DE SAN BLAS

«No se vende tanto como antes, los buenos tiempos han pasado», evidencia con un ojo atento a los paseantes. Los años de experiencia le brindan un calendario de parroquias en las que todavía puede ofrecer sus barquillos, sus buñuelos. Mañana, día de San Blas, ampliará su puesto frente a la iglesia de San Miguel para evitar la masificación de vendedores que se reunirá frente al templo de San Pablo.

Luego irá al Portillo para santa Águeda, otra de las citas fijas para aquellos que quieren comprar la teta de la mártir en una de esas panaderías en cadena que llegan a casi todas las esquinas. La última fiesta a la que acudirá será san Antonio, ya liberada del grueso abrigo en el mes de junio, para festejar que el tiempo ya será propicio para degustar rosquillas caseras.

«Estas tradiciones no se pueden perder, así de claro», asegura Monzón. Sin embargo, la realidad no le parece dar la razón. Repasando viejas fotos de la ciudad se encuentra que muchas de las estampas de alegría en las puertas de las iglesias están relacionadas con el reparto de alimentos. Ante la catedral de la Seo, en torno a 1916, se ofrecía un buen surtido de roscones. Mesas de madera con un apetecible surtido de dulces sobre manteles blancos. Abrigos de paño negro, de los que solo se usan en las fiestas de guardar, para los compradores y socorrido mantón tupido para las vendedoras.

La iglesia de san Valero, en el barrio de Delicias, es otro de los puntos de la ciudad en los que se conserva la tradición. José ha heredado su espacio junto a la puerta del templo de una de sus tías. «Llevamos muchos años, más de cincuenta», confirma. Cada fiesta con su dulce típico, recorriendo el santoral con su delantal negro en el que va echando los billetes de los numerosos compradores. La verdad es que un roscón por 2,5 euros es una oferta tentadora. Este domingo, que se celebra la Candelaria, volverá a montar su mesa.

La venta de roscones por san Blas en el barrio del Gancho, en los años veinte, era más popular que en la plaza del Pilar. Las vestimentas se ven más raídas, pero las caras parecen más entusiastas. Todo sea por celebrar. Todo sea por comer y beber. «San Sebastián, san Blas, san Pablo y san Antón / para deshelar la barba empinan el porrón», remata el canto.