Se trabaja en la organización de los espacios, de los grupos o del movimiento del alumnado, pero desconocemos aún si se contará con más profesionales para garantizar el cumplimiento de las exigencias sanitarias. Ante un posible rebrote, la administración insiste en que los medios informáticos garanticen que no se pierda el contacto con los centros escolares, pero como además nos encontramos a punto de implantar una nueva ley educativa, podríamos aprovechar el momento para ampliar el debate, reflexionar sobre la profesión y proponer algunos cambios más allá de los que nos impone el virus.

En primer lugar, la nueva ley (LOMLOE) insiste de nuevo en la importancia de las «competencias clave» (destrezas generales más que conocimientos concretos) y abandona los «estándares de aprendizaje evaluables» de la norma anterior, que precisaban de forma obsesiva los contenidos exactos que debían conocerse en cada uno de los niveles educativos. En próximos reales decretos, el Ministerio de Educación pretende hacer cambios en los currículos actuales, muy voluminosos en Secundaria e impartidos por departamentos sin apenas relación entre sí. Por eso, si finalmente los programas educativos plantearan una serie de grandes temas menos enciclopédicos y permitieran su desarrollo mediante equipos amplios e interdisciplinares, la organización de muchos institutos debería cambiar sustancialmente. Trasladar estos principios a las aulas haría necesaria la formación de grupos heterogéneos y compactos, que evolucionaran juntos a lo largo del curso escolar y no se vieran constantemente divididos por la gran cantidad de programas y de asignaturas optativas que existen. En este sentido, la nueva normativa podría correr el riesgo de disolverse en la maraña burocrática de la organización de los centros escolares.

Si se optara por esta nueva organización de la Secundaria, deberíamos reconsiderar aquellos programas que la dificultan, como el de Tecnificación deportiva (un despropósito educativo antipedagógico, impuesto desde arriba y que deja al alumnado exhausto) o el bilingüismo. Enseñar asignaturas en otros idiomas se ha convertido en un distintivo de «calidad educativa» y ha ganado popularidad entre quienes se han adaptado bien a este programa. El alumnado bilingüe evoluciona en grupos más pequeños y no suele presentar problemas de convivencia o de aprendizaje, que se concentran en grupos no bilingües y a veces más numerosos. Pero no está claro que comprenda determinados conceptos con la misma profundidad en un idioma extranjero que en su lengua materna y cada vez es más evidente que el bilingüismo ha contribuido a la segregación escolar. A veces incluso resulta un tanto frívolo, como cuando plantea la enseñanza de la historia de España en inglés, en francés o en alemán. No sería extraño que, a su regreso de las cruzadas por los Països catalans, el Consejo asesor para la enseñanza de la Historia en Aragón emitiera un comunicado al respecto. En definitiva, un buen nivel en lengua extranjera no debería vincularse automáticamente a un programa bilingüe. Si se cuenta con horas suficientes, auxiliares nativos, inmersión lingüística y especialistas de otras materias que colaboren, la enseñanza de idiomas no perdería calidad y no condicionaría la organización escolar de toda la Secundaria. Para la educación postobligatoria sí se podría plantear un nivel lingüístico mayor, con programas europeos como el Bachillerato Internacional, Bachibac o Erasmus plus.

El Bachillerato es, sin duda, la etapa educativa que más está sufriendo el impacto de la optatividad. Para contribuir a la formación integral del alumnado o para distinguirse de otros partidos políticos, las administraciones educativas han planteado en los últimos años una cantidad desorbitada de asignaturas nuevas. Cualquier profesional será capaz de ofrecer argumentos muy convincentes sobre la necesidad de impartirlas, pero cabe preguntarse si no están incluidas en otras disciplinas o si no pueden trabajarse desde el enfoque competencial mencionado más arriba. En realidad, la multiplicación de las materias no multiplica los saberes y puede incluso reducirlos, porque tienen una carga horaria que podría emplearse en materias más consistentes. Como suelen tener pocas horas semanales la exigencia no es elevada y como son optativas, los departamentos compiten entre sí con ofertas que el alumnado difícilmente puede rechazar. En su libro La historia en migajas, François Dosse explicaba que los historiadores franceses de los años setenta sustituyeron las explicaciones económicas y sociales por el relato anecdótico y aceptaron un aumento considerable de las ventas de libros de historia a cambio de disolver la relevancia intelectual de la disciplina. Es posible que al Bachillerato le esté ocurriendo lo mismo y se haya convertido en una etapa por la que el alumnado solo transita en busca de puntos para el examen de la EvAU, que consigue diseñando un itinerario lo más rentable posible. Digámoslo claramente: si de los institutos desaparece el Latín y el Griego, el Arte, la Geología, la Literatura universal o la Historia de la música porque están siendo sustituidas por Fundamentos de administración, Oratoria, Educación física, Tecnologías de la información o incluso Religión católica, el sistema educativo se está degradando con el permiso de toda la comunidad educativa.

Las lecciones que desde la educación extraigamos de la pandemia no deberían limitarse solo a corregir las carencias detectadas en nuevas tecnologías ya que, en plena transición hacia una nueva ley, podrían abrirse paso debates de mayor calado sobre cómo mejorar el sistema. Unos programas amplios y menos saturados en Secundaria, que los centros implanten a través de proyectos colectivos dirigidos a todo el alumnado, contribuirían al esfuerzo que las administraciones piden para no dejar a nadie atrás.

En Bachillerato, un currículo con menos asignaturas y menos exóticas, pero con más carga lectiva, dotaría a esta etapa de más personalidad propia y conseguiría preparar mejor al alumnado para desenvolverse en etapas superiores.