El enoturismo está de moda. De ahí que este domingo se celebre el Día Europeo del Enoturismo, con bastantes actividades en la mayoría de las zonas vinícolas aragonesas, especialmente en Barbastro y el Somontano, pioneros en esta actividad, que han convertido en una de las señas de identidad de su denominación.

Como su nombre indica, el enoturismo trata de vincular la oferta turística con la cultura del vino. Ahí entran, por ejemplo, las visitas a las bodegas, una experiencia que hay que vivir para entender el complejo proceso que conlleva la transformación de la uva en vino, pero también las catas más o menos profesionales, las actividades de naturaleza en los viñedos, los menús diseñados para realzar los vinos, los conciertos y espectáculos en las bodegas, la elaboración de mezclas de vino por parte de los aficionados, etc.

Un sector que, a tenor de los datos, crece de forma sostenida en toda España y también en Aragón, donde se van consolidando diferentes propuestas, especialmente los autobuses del vino, idónea actividad para degustar vino sin tener que preocuparse por conducir y, además, conocer la comunidad de forma lúdica.

Pero los árboles no deben impedirnos ver el bosque. Pues se aprecian indicios, leves mas palpables, de marcas que se centran más en vender, por ejemplo, su arquitectura, espectaculares habitaciones de hotel con paisajes de viñedos o baños de taninos, que su propio vino, objetivo obvio de las instalaciones.

Quiérese decir que primero hay que elaborar vino, buen vino a su precio justo, y tratar de penetrar en los mercados naturales, para después, o paralelamente, cuidar esos otros aspectos. Que resultan sustanciales, fidelizan a los consumidores y estimulan el consumo, por supuesto.

Pero que de nada sirven si no partimos del producto adecuado, el que respeta el territorio, presume de su origen y se vincula con el entorno. Y cuya escasez en los últimos decenios algo tendrá que ver con el bajo consumo nacional.