Hay una cosa que me plantean, una tras otra, personas bien informadas, que contemplan desde fuera la realidad política y social de Aragón: ¿Por qué no os centráis en analizar en serio vuestra realidad y afrontar los problemas que os plantea, en vez de estar todo el día obsesionados con los territorios vecinos? ¿Qué ganáis mirando a Cataluña con el ceño fruncido, ampliando los ecos de cualquier anecdótico conflicto interterritorial y pensando que os irá mejor si a la otra comunidad le va mal? ¿Por qué no buscáis vuestro propio camino?

Suelo replicarles con argumentos sacados del evidente maltrato que sufre la Tierra Noble por parte del Gobierno central y las dificultades para competir con las comunidades más próximas, que gozan de innegables ventajas (el cupo vasco, el concierto navarro, la presión catalana...). Pero sé que, en el fondo, quienes nos sugieren que estemos a lo nuestro y nos dejemos de envidias y victimismos estériles tienen razon. Entre otras cosas porque resulta muy dudoso que las aspiraciones y logros de las comunidades que nos rodean nos perjudiquen más que los olvidos y la indiferencia de quienes ocupan Moncloa y los ministerios. Véase, si no, lo que sucedió el martes de esta semana, cuando el titular de Fomento, Íñigo de la Serna, presentó el AVE low cost, el EVA, ante un mapa que incluía la estación de origen en Barcelona, la de Tarragona... y luego un largo vacío hasta la estación de llegada, Madrid. Al día siguiente, cuando los medios aragoneses destacaron tan evidente ausencia, el propio ministro llamó para asegurar que el tal EVA sí se detendrá «más adelante» en Zaragoza. Pero las pruebas se harán sin dicha parada. Inaudito.

Por supuesto, nadie en su sano juicio puede proyectar un tren (barato o caro) Madrid-Barcelona sin recoger y bajar viajeros en Zaragoza, porque se reduciría de forma absurda la rentabilidad de la línea. Simplemente ocurre que los del ministerio tenían un único objetivo: demostrarles a los catalanes que el Gobierno central está por ellos, y publicitar una medida a favor de la relación entre las dos grandes capitales, que en estos momentos se miran muy de reojo. Pero son estos feos detalles los que crispan a los aragoneses y justifican nuestra impotencia, nuestro malestar y nuestra envidia. Que luego dirijamos el rencor resultante hacia los vecinos centrífugos en vez de hacerlo hacia las instituciones centrales y centrípetas (mucho más letales para nuestros intereses) constituye un extraño reflejo alentado siempre por el españolismo más conservador.

Los problemas de Aragón son de los aragoneses y por ellos deben ser resueltos. A estas alturas de nuestra decadencia (demográfica, económica y desde luego política), una de las mayores ventajas que nos queda es formar parte de la España de la mitad norte y compartir ese ámbito con catalanes, navarros, riojanos o, más allá, vascos, que han creado economías productivas y de servicios potentes y prestigiadas. Pero nadie tiene por qué regalarnos nada, y el futuro habremos de ganárnoslo nosotros. Así que menos llorar y más trabajar, menos envidia y más creatividad, menos autocompasión y más iniciativa.