Hubo una época, cuando yo era más vehemente y estaba cargado de responsabilidades profesionales, que le declaré la guerra al adjetivo espectacular. Me ponía de los nervios. De repente, todos mi colegas metían la espectacularidad por cualquier sitio. Y siendo que el término en sí significa que algo tiene caracteres propios de espectáculo público o bien que una persona o cosa es aparatosa u ostentosa, el calificativo bien podía valerles a las revistas del corazón (que en inhabitual alarde de propiedad en el uso del lenguaje lo mismo consideraban espectacular la horterísima casa de cualquier famoso que el incalificable vestido lucido por cualquier famosa ), pero comprenderán ustedes que en el periodismo serio no cabe adjudicar categoría de show a un incendio forestal o un atentado terrorista.

Pero hemos llegado a un punto en el que casi todo vale. Lo cual que ya no me pongo tan estricto con la adjetivación, e incluso comprendo a los gacetilleros que describen como escultural la figura que luce en bikini la Obregón o alaban como elegantísimas las vestimentas de la infanta Elena. Incluso admitiría que tildasen de elegante al ex-alcalde ése de Marbella que es novio de Isabel Pantoja.

Y por otra parte suceden tales cosas que uno no sabe ya cómo ponerlas negro sobre blanco. De ahí viene que, en acto personal e intransferible, esté a punto de levantarle la veda al espectacular en cuestión. Porque si no, si careces de estas muletillas grandilocuentes, díganme cómo le metes mano (periodísticamente hablando) al culebrón del pantano de Santaliestra, y no digamos ya al hecho de que el PP aragonés todavía insista en la bondad de una obra cuyo proyecto y sucesivos expedientes han sido anulados ipso facto por todos los tribunales de Justicia (entre otras cosas porque la presa se definió sin tener en cuenta elementales controles de seguridad). Después de esto, la política hidráulica que nos han endilgado durante los últimos años sólo merece un adjetivo: espectacular.