El otro día aparece la preciosa hijita de un conocido mío con un águila tatuada en su terso vientre. La pechuga, las alas y la cabeza de la rapaz emergían desde la cintura del pantaloncito, lo cual que la rampante ave venía a emerger del pubis de la niña como de un tierno nido. Nos quedamos de piedra la compañía, y yo apunté la teoría de que esa pintura no era indeleble y eterna sino de quita y pon, lo cual tranquilizó mucho a la concurrencia; mas luego me fui de vareta y aseguré que en esta vida hay algunas cosas de las que todos el mundo se arrepiente con los años, por ejemplo de hacerse un tatuaje llamativo en la juventud y de no aprovechar tal edad para aprender bien aprendido el idioma inglés (que luego llegas a presidente y si no sabes la lengua de Shakespeare te pasa como a González, Aznar y Zapatero, que sólo disfrutas los viajes a Latinoamérica).

Pero en éstas que uno de mis más próximos escuchó tal argumentación y la rechazó por carca. "Tu, muy progre y tal, pero en el fondo eres un tradicionalista de narices", me espetó. Y agregó que en esta época los jóvenes no tienen otra alternativa que resultar excesivos para llamar la atención y estar en la onda. Que en nuestros tiempos, con llevar el pelo por encima de las orejas y la melenita en la nuca, unas gafas redondas a lo Lennon y pantalones acampanados ya ibas más que cumplido; pero ahora hay que esforzarse un poco más. Por eso los tatuajes tremendos, los piercings, los coches superarreglados (tunning), los pelos rasta, los deportes de aventura-riesgo y las fiestas interminables. Acongojado asentí a todo y ni siquiera le dije que entre los años sesenta y los setenta, además de ir de ye-yés, también leíamos como posesos y nos jugábamos la libertad y la vida luchando contra la dictadura. Me rindo, contesté; pero conste que cuando la hija de nuestro vecino tenga los sesenta, la orgullosa águila que vuela en su regazo parecerá un pollo criado en jaula. La edad suele portarse muy mal con los excesos.