Tal como van las cosas, quizá los estadounidenses abandonen sus populares hamburguesas, o la menos su nombre, para pasar a denominarlas filete ruso, como se conocían por aquí antes de la llegada de la TV. De hecho las patatas fritas dejaron de llamarse patatas francesas cuando el imperio se enfadó con Francia, por una simple guerrita.

Lo cierto es que a partir de hoy EEUU tienen nuevo y peculiar presidente, del que se puede esperar cualquier cosa, dado su carácter alternativo. Y sí resulta capaz de transformar rápidamente su país —veremos—, especialmente en lo que aquí respecta, la agroalimentación, sus efectos los notaremos con celeridad en este lado del Atlántico. Pues cada vez más nuestro estómago depende de las decisiones que se toman allende el océano.

Desde los piensos que alimentan al industrializado ganado, hasta gran parte de las multinacionales que llenan las estanterías, pasando por las grandes cadenas de comida rápida y los nuevos hábitos del comer —como la ya consolidada pizza—, vienen de allí.

Y poco se puede adelantar de los que ¿piensa? el nuevo presidente. Si se reafirma en el anunciado proteccionismo comercial, nos libraremos del de momento aplazado TTIP, lo cual no deja de ser una buena noticia, dada la letra pequeña del mismo, una puerta para que nos llegara, por ejemplo, carne con antibióticos. Pero tampoco lo tendrán fácil nuestros vinos, jamones y otros alimentos para penetrar en el goloso mercado estadounidense.

Y parece creíble que, de acuerdo con su sentido libertario de la economía se relajen las muy exigentes —con excepciones sangrantes— normas de la FDA, la Agencia de Alimentos y Medicamentos estadounidense, modelo para otras muchas europeas, que regula aditivos e ingredientes de los alimentos. Y del mismo modo que los estados, por muy asociados que estén, se reservan parcelas estratégicas de poder, como la seguridad, hay que recordar que una amplia soberanía alimentaria debería ser siempre prioridad. Por si Trump.