No hay que entenderlo como un desmadre permanente, que para todo hay, pero el confinamiento de 60 alumnos en el colegio mayor Pedro Cerbuna, dentro del campus San Francisco, ha puesto el foco sobre los jóvenes y sus noches de diversión en el entorno de la Universidad. Mucho ruido, mucha gente, alcohol, tabaco y poco espacio son las marcas que deja un colectivo al que se estigmatiza en modo colectivo sin distinguir comportamientos. «Hay de todo», dice un camarero de las decenas de bares que pueblan el circuito universitario, en un intento por defender a aquellos que tratan de hacer las cosas bien, antes de admitir que el paso de las horas hace «incontrolables» las noches, especialmente en fin de semana, pese a que la presencia policial es notable, persistente y firme, como bien reconocen algunos de los habituales de la zona, donde se puede ver algún treintañero pero predominan los grupos en edad universitaria.

La afluencia de público es muy alta, sobre todo en los garitos que se apelotonan en la calle Pedro Cerbuna, donde ya hay dificultades para encontrar mesa «a primera hora de la tarde», admiten tres clientas cuando raya la madrugada del domingo al tiempo que el dueño del local decide poner fin a la noche. Le queda una hora haciendo caja a buen ritmo, sirviendo cerveza, cubatas, calimochos... Pero huele el peligro. «La Policía ha pasado varias veces y los chavales no entienden los multones que nos caen. Es mejor así», explica antes de confesar que ha sido sancionado recientemente.

Para los propietarios, el menor problema está en las mascarillas, de responsabilidad individual. Pocos muchachos la llevan en las terrazas y aún menos en el interior de los locales. Sí se la colocan escrupulosamente un altísimo porcentaje en cuanto se ponen a caminar por la calle.

Se diría que recuperan la conciencia social en el momento que abandonan su homogéneo grupo, en el que prácticamente nunca guardan las distancias recomendadas. Por aquí llega un gran problema para estos hosteleros y su batalla por que los clientes no se arremolinen en el espacio aledaño a la fachada del bar. Ahí se forma la aglomeración, desaparecen los espacios prudentes y aparecen las multas. «Les insistimos en que crucen a la acera de enfrente -la aneja al campus- para fumar, pero no hay manera», se lamenta una camarera mientras admite que el examen policial es constante y que no son pocos bares los que han sido sancionados en las últimas semanas.

Los problemas, admiten unos y otros, son crecientes conforme el alcohol va haciendo efecto y el reloj se acerca a la fatídica 1 de la mañana. Para esa hora ya hay quienes tienen preparadas junto a sus pies las bolsas que en su día fueron de botellón, en decadencia desde que se conoció la ordenanza que los castiga severamente. «Ya no se ven. Y dentro del campus no hay nada», apuntan dos jóvenes que acaban de ver un control policial «con guía canino» en Arzobispo Apaolaza. Es la calle paralela, donde hace dos semanas una patrulla sorprendió a unas 80 personas consumiendo alcohol, sin mantener la distancia de seguridad ni apenas mascarillas. La presencia policial, no obstante, va a aumentar esta semana que dicen que es de fiestas. Empieza el Pilar, las no fiestas de Zaragoza. Más control para el descontrol.