Lo de Goya (ya lo he dicho muchas veces) es uno de los fenómenos más incomprensibles dentro de las muchas rarezas que se dan en Zaragoza. El pintor aragonés es nuestro personaje más universal, mueve multitudes, se vende solo; es el reclamo ideal. Pero aquí sus cuadros andan dispersos, algunas ediciones originales de sus grabados descansan en el fondo de cajas fuertes y no hay forma humana de montar un gran espacio en el que exhibir las obras que ya están en Aragón, recibir en depósito otras que pueden llegar del exterior, exponer también a sus antecesores, coetáneos y discípulos, desarrollar una alta labor de interpretación y expertificación de la colosal producción goyesca... o algo así.

No hay museo de Goya porque las instituciones y entidades aragonesas propietarias de obras están faltas de compromiso social y sobradas de afán de protagonismo. Porque algunos egregios expertos en la vida y obra del pintor jamás quisieron que hubiese cosa alguna que redujese su incontestable magisterio. Porque la ciudadanía no ha mostrado mayor interés y los partidos políticos siempre están pendientes de temas más pedestres. Por todo ello y alguna otra cosa que prefiero no mencionar, la mejor marca que podría vender Zaragoza apenas aparece en el escaparate.

Lo que sí hay últimamente es un afán (político pero también ciudadano) de disponer de cacharros emblemáticos más o menos vanguardistas en un tardío y desfasado intento de reproducir el efecto Guggenheim o de imitar la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o el actual Forum de Barcelona (que como se sabe no está cumpliendo todas las expectativas). A buenas horas, mangas verdes. Eso sí, no hay proyecto que no venga con sus pisitos y sus rascacielos bajo el brazo.

¿Saldrá Zaragoza de su larga y enorme siesta? No lo sé. Agosto pasará, eso es seguro. Seguiremos con nuestras mandangas. La siesta, a la postre, limita la acción... ¡pero es tan descansada!