Desde un punto de vista psiquiátrico, el ego de Carles Puigdemont debió recibir una una nueva y peligrosa sobredosis al ser capaz, en su huida de la realidad, de convocar a cientos de medios de comunicación en Bruselas, despertando una expectación que muy pocos acontecimientos inspirarían. Pero en aquella sala, aparte de su ego, de cuatro desconocidos consellers, y de la nube de periodistas, no había ningún presidente, ningún ministro extranjero, ningún apoyo real a esa paródica república que el muy cursi y limitado Raúl Romeva, desacreditado hasta por los suyos, lleva meses intentando vender a costa de calumniar a España.

En sus ademanes, en su huidiza mirada, cabizbaja y recurrente al papel escrito, y, sobre todo, en sus alucinados argumentos, denotó en aquella rueda Puigdemont el claro desequilibrio de una psicopatía paranoide. Hace semanas que la manifiesta, aunque no sea consciente. Sus síntomas son tan claros como su ausencia de razón. Ve enemigos por todas partes. Considera que el gobierno español le persigue, agrede a los suyos, pisotea los derechos de su pueblo...

¿Qué opinará de los que le rechazan, repudian, piden su ingreso en prisión? Simplemente lo que ha pensando siempre su ismo, la secta supremacista, el argumentario colectivo que condena a los malos catalanes, aquellos que respetan la Constitución, que votan a los partidos legalistas, en lugar de a la partida de fanáticos encabezada por Puigdemont, el expresident loco, y por el más cuerdo, menos pirado, pero más maquiavélico (malo, sin más) de toda esta banda entrevista ya, a la luz de la justicia, como de presuntos delincuentes: Oriol Junqueras, rata de ideológicas sacristías, hipócrita sistemático hasta mentir siempre, jugador de dos o tres barajas, mediocre y traidor.

El resto del país, conmocionado aún por haber estado a punto de ser víctima inocente de una conspiración mafiosa, vería con buenos ojos la inhabilitación de la mayor parte de estos sinvergüenzas que, de repente y sin empacho, se han convertido al constitucionalismo para presentarse en diciembre a renovar sus actas de diputados y seguir mamando de la borrega pública. Los partidos catalanistas harían bien en renovar sus filas, nutriéndose, en lugar de a base de corruptos y enfermos mentales, con catalanes normales que conozcan y respeten las leyes.