Me extraña mucho que algún iluminado revisionista, cualquiera de esos que andan subidos en la cresta de la enorme ola de ignorancia que nos invade, no haya solicitado todavía que se le cambie el nombre a la ciudad de Zaragoza.

Pues, aunque evolucionado por la influencia fonética de la lengua árabe (Caesaragusta = Saraqusta = Saracosta = Zaragoza), lleva el nombre del emperador César Augusto. Se llamaba Cayo Octavio Turino, cuando alardeaba de republicano, en aquellas manifestaciones de los idus de mayo -los idus de mayo son el día 15 de ese mes, ¿les suena?- en la época en que vivía en un humilde barrio de Roma (“Vicus Vallecanus”, creo, pero no estoy seguro) y no tenía chalet en urbanización de lujo en el Palatino, ni escoltas, ni protección de la guardia pretoriana, ni todos los demás privilegios de la casta patricia. Cuando se hizo con el poder, Octavio devino en un imperialista, supremacista y esclavista (lo de machista lo tenía más complicado, menuda era su esposa Livia), y sometió a sangre y fuego el norte de Hispania, acabando con la independencia de los demócratas cántabros y astures, que andaban ellos tan felices en sus montañas, con su queso de Cabrales, su fabada, su chuleta (¡cuidado!, que sea de vaca vieja, a ser posible madurada al menos 30 días) a la brasa, sus cachopos (el jamón siempre ibérico y el queso de leche de vaca curado, no me lo estropeen con quesos ligeros tipo “sabanita” y jamón dulce de sobre), sus sobaos pasiegos y su sidra natural, además de su Semana Negra de Gijón (entonces se llamaba “Semana Arco Iris indígena”, por eso del antirracismo) y sus cursos de verano para estudiantes iberos y celtas en La Magdalena de Santander (bueno, esto último me lo he inventado).

Para más inri, el dictador Augusto tiene en Zaragoza una avenida con su nombre y una estatua de bronce entre el Mercado Central y las murallas de San Juan de los Panetes, emblema inequívoco de la opresión de los romanos (al mercado, icono capitalista por antonomasia, me refiero), que regaló a la ciudad, pásmense, Benito Mussolini (este sí que era un fascista de manual, de los auténticos, genuino, y no uno de esos paniaguados que ahora surgen por doquier tras cualquier esquina); la estatua, casi colosal (la colosal es la del centro comercial de Plaza de España) es una copia del Augusto de Prima Porta, una de las varias que el Duce ordenó fundir en bronce y enviar a las colonias romanas fundadas por el primer emperador de Roma y a las que, muy humilde él, el divinizado hijo de Dios, a Octavio me refiero ahora, que Benito era aún más estirado, dio o añadió su nombre; solo en la Península ibérica lo hizo con Mérida, Lugo, Braga y Astorga, además de Zaragoza, que es la única que se llama solo como el emperador, ya que las demás llevan alguna addenda como Emérita, Lucus, Braccara o Astúrica.

Porque no puede ser que la ciudad que vio nacer a Avempace, a Ibn Paquda, a Palafox o a Fernando Esteso lleve el nombre de un tirano como César Augusto.

Por eso, debería cambiarse el topónimo “Zaragoza” por uno más acorde con los nuevos tiempos.

El nuevo nombre podía ser Salduie (Salduvia según Plinio el Viejo y Salduba en la acepción más popular), recuperando el de la ciudad sedetana que ya en el siglo III a. C. ocupó el solar zaragozano hasta que los romanos, allá por al año 14 a. C., le cambiaron el nombre y el trazado urbano, y la dotaron de foro, templos, mercados, alcantarillado, baños, teatro, anfiteatro y todas esa inutilidades imperialistas que construía Roma en cuanto conquistaba una región; solo para especular y aumentar el precio de los terrenos, que conste. Aunque, claro, Salduie era un oppidum erigido a orillas del Ebro por los invasores de la IIª Edad del Hierro, que arrasaron a los pueblos de la cultura de los campos de Urnas, que a su vez habían liquidado durante las invasiones de la Iª Edad del Hierro, a los que antes habían arrasado a las poblaciones de finales de la Edad del Bronce, que un par de milenios atrás habían aplastado y aniquilado a la población del Neolítico, quién sabe. No, Salduie, no, que siempre hay un historiador local tocapelotas que te sale con estas melindres historiográficas y te desmonta la propuesta.

Otra candidata a la nueva denominación sería Sansueña, ya saben, ese lugar legendario que ya aparece a fines del siglo XI citado como “Sansoine” (pronunciado algo así como “sansuán”, a lo francés de la lengua de oil) en el Cantar de Roldán; estaba ubicado en Hispania según el cantar de gesta La canción de Saisnes, escrita a fines del siglo XII por Jean Bodel, ese trovador de Arrás, preciosa ciudad del norte de Francia en cuya universidad he dado alguna que otra clase y donde elaboran una especie de morcilla capaz de resucitar a la mismísima momia de Tutankamón; también aparece en el Amadís de Gaula, la influyente novela de caballerías de Garci Rodríguez de Montalvo, editada precisamente en Zaragoza en 1508, cuyo señor es un tal Barsinán, y que ubica el autor “entre Arabia y Bretaña”, así, con precisión GPS; y en el Romance de Gaiferos, editado en Sevilla en 1511, en donde tiene su corte don Almanto; incluso habla de Sansueña, como una ciudad del reino de los visigodos, Fray Luis de León, en su poema de 1548 Profecía del Tajo (no es de lo mejor, lo reconozco, que escribió el bueno de fray Luis, aunque de origen judeoconverso por parte de sus dos familias, la paterna y la materna, nadie es perfecto, sabio humanista de Belmonte, provincia de Cuenca, con su estatua -¿la quitarán también?- frente a la antigua fachada de la universidad de Salamanca).

Pero Sansueña tiene reminiscencias de Sajonia, esa tierra de bárbaros germanos que invadieron con sus colegas anglos y jutos la Gran Bretaña de mediados del siglo V y sometieron a los bretones, que hacía cuarenta años que se habían librado del dominio del Imperio de Roma y se las prometían muy felices con su rey Arturo y su Ginebra (su esposa la reina, no me la confundan con esa bebida de moda que admite combinada con tónica desde un pedazo de pepino o un ramo de flores hasta a una macedonia completa de frutas; incluso he visto un gin tónic con hojas de alcachofa, yo, que pensaba que la alcachofa -es una verdura, no una hortaliza como algunos urbanitas mal informados suponen- solo combinaba con vino Gewüztraminer, ese caldo amarillo pálido tan afrutado, elaborado con uva originaria de las laderas orientadas hacia el suroeste en el valle del Rhin, que tan bien ha enraizado en el Somontano de Barbastro, no se lo pierdan), queso Stilton (una de las pocas delicadezas gastronómicas de Inglaterra), su cerveza roja, su tarta de cerezas, su roast beef y su plum cake (¡ojo!, háganlo con frutas confitadas, pasas y nueces; no me le pongan pepitas de chocolate, que en el siglo V todavía no se conocía el cacao en Europa; no me jodan la receta tradicional con ingredientes coloniales, que los conozco y sé que les va la innovación).

Sansueña la cita Miguel de Cervantes en la segunda parte de El Quijote, la mejor novela de todos tiempos, además de en El retablo de maese Pedro, donde Sansueña es una ciudad (¿Zaragoza?) donde está secuestrada Melisendra, hija del emperador Carlomagno, y esposa del conde Gaiferos, el del romance citado, que la rescata de la prisión de los malvados moros; ¡serán machistas!).

No, Sansueña, tampoco, que ahora andan algunos por ahí tildando al manco de Lepanto de racista, y embadurnan con pintura roja sus estatuas y las de sus personajes: el hidalgo de la Mancha y su fiel criado, un símbolo de la explotación laboral, pues Sancho Panza sirve a don Alonso Quijano sin contrato laboral, ni trienios, ni pagas extras, ni horario fijo, ni convenio, y sin derecho alguno a sindicarse; menudos eran en el Siglo de Oro, no como ahora, que todos los de la casta tienen asegurados y en regla a sus “currelas”.

Total, que no sirven ni Salduie, ni Sansueña, ni Zaragoza. De modo que, con la “nueva normalidad” que va imperando, a ver cómo llamamos ahora a la capital de Aragón.

Lo correcto y democrático sería abrir un periodo de propuestas para decidir el nuevo nombre, y crear una comisión mixta de expertos, elegida a partes iguales y paritaria por supuesto, por los partidos con representación en Cortes de Aragón y en el Ayuntamiento de Zaragoza (perdón por la reminiscencia imperial de nuevo, pero de momento este es el nombre oficial de la ciudad), que analizara y desechara las malsonantes (por ejemplo, no valdría, “Paletonia”); ni las ofensivas para la España vaciada (tampoco vale “Zaragón” ni “Zaragonia”); ni las de marcado sesgo confesional (no es correcto “Villavirgendelpilar”, ni “Medina Albaida de Muhammad” -“Ciudad Blanca de Mahoma” en árabe-, ni “Perla de Sefarad”, que ya se la han pedido los de Lucena, en la provincia de Córdoba; qué bien se come allí, donde en algunos restaurantes ya sirven en el excelente fino de la tierra en copa tipo borgoña, que gana mucho con respecto a beberlo en el tradicional catavinos, pues se aprecian con más intensidad en boca sus intensos sabores y en nariz su delicioso aroma; y qué buena gente hay); también se evitarán las que tengan algún matiz que se considere supremacista y arrogante como “Villadearriba del Ebro” o “Villamayor del río Iberus”; o machista, como pudiera ser “Torredonalfonso”, por el rey Batallador, que la conquistó a la morisma en 1118, o “Villasantiago”, por el apóstol Santiago el Mayor, el primo hermano de Jesús -no me lo confundan con Santiago el Menor, hermano de madre de Jesús (este parentesco lo dicen los Evangelios, ¡eh!, que no yo, que solo hago referir)-, al que se le apareció la Virgen a orillas del Ebro el 2 de enero del año 40, viniendo por los aires con un coro de ángeles desde la mismísima Jerusalén, donde entonces residía María Santísima, para pedirle al sobrino que le erigiera un templo en su honor (las mujeres de entonces siempre pidiendo que les construyan una casita con buenas vistas).

Y una vez acabado todo este proceso y seleccionados por la comisión de expertos los nombres candidatos a sustituir al imperialista “Zaragoza”, se procedería a la votación popular correspondiente.

Claro que no me quiero ni imaginar cuál sería el resultado final y el nuevo nombre de la “Muy noble, Muy leal, Muy heroica, Siempre heroica, Muy benéfica e Inmortal”, que son los seis títulos que ostenta, hasta ahora, la ciudad de Zaragoza.*

*Supongo que entienden la ironía.