No había mayor ambición política para Chesús Bernal que ser presidente de Aragón. Una ambición forjada casi desde que era chico, hijo de una familia numerosa de Valtorres criado entre los secanos que inspiraron a José Antonio Labordeta, con el que años más tarde compartiría proyecto político. Nunca vio cumplida su ambición, aunque durante décadas estuvo seguro de que lo conseguiría. Porque su sueño era una utopía, y en su espíritu progresista las utopías se persiguen con la radicalidad, la pasión y la vehemencia que siempre mantuvo y que le distinguieron como uno de los parlamentarios más reconocidos de las Cortes.

Su carrera política empezó mucho antes de que eso sucediera. Nacido en enero de 1960, su juventud coincidió con la Transición. En la época de la reivindicación de la autonomía plena y la reapertura del Canfranc, la defensa férrea del Ebro, las albadas guerreras de Labordeta y los gritos callados tanto tiempo a la fuerza de La Bullonera, empezó Bernal otra de sus pasiones, los estudios de Románicas en la Zaragoza fulgurante de aquellos finales de los 70. Y ahí maduró -junto a sus compañeros del alma que ayer le lloraban- el aragonesismo socialista que engarzaba con el truncado Estatuto de Caspe, la Unión Aragonesa y los viejos aragonesistas emigrados a Barcelona.

En esa época comenzó a forjar su carisma. Muchos vieron en él el enlace generacional entre aquellos viejos republicanos aragonesistas y los jóvenes que, como José Luis Soro, descubrían que el aragonesismo era mucho más que el tópico al que la dictadura había condenado. Que podía ser un sujeto político y que reivindicar su entidad era mucho más que un fenómeno etnográfico, melancólico o reactivo. Si sobresaliente fue su carrera política también lo fue la intelectual y sus trabajos para recuperar y dignificar el aragonés. Ahí estuvo, en el Rolde, en el Consello d’a Fabla Aragonesa y en fundaciones como la Gaspar Torrente.

Porque una de las principales virtudes de Bernal fue precisamente la convicción de que Aragón podía y debía estar en el centro del debate. Porque ya era hora, como rezaba el primer congreso fundacional, en junio de 1986, en el que Chesús Bernal ocupó la secretaría general de un partido cuyo primer presidente fue Eduardo Vicente de Vera.

CHA era un partido peculiar. Formado por gente muy joven, con una brillante trayectoria académica y una incipiente carrera en la Facultad de Letras. Urbanitas divertidos (muy recordada era su habilidad para imitar a políticos rivales) que por la noche cerraban los bares zaragozanos y por el día estudiaban y dibujaban el país que querían construir. Viajado pueblo a pueblo. Soberano, socialista, sin complejos. Sin recursos y muchas ilusiones, comenzaron a difundir su mensaje por las tres provincias, estableciendo contactos y atrayendo a los que fueron los precursores de ese aragonesismo democrático. Por eso, los jóvenes profesores sedujeron a los mayores. A los José Antonio Labordeta, Eloy Fernández Clemente, Emilio Gastón o Gonzalo Borrás. Estos, a pesar de haber salido escaldados de anteriores aventuras políticas, no dudaron en apadrinar, a aquellos jóvenes amigos que trataban de levantar el aragonesismo.

Y de todos ellos, el más carismático, el más apasionado, el que aglutinaba más simpatías y admiraciones, era Chesús Bernal. La aventura emprendida junto a otros destacados chunteros con los que compartía generación (Azucena Lozano, Bizén Fuster, Chesús Yuste, Antonio Gaspar o Nieves Ibeas) pasó de ser un partido que apenas recogía un puñado de votos, a rondar un brillante 20%.

De 1995 al 2007 fue diputado en las Cortes de Aragón. Algunas de las mejores páginas del diario de sesiones son las transcripciones de sus intervenciones. Orador de estilo propio y poco convencional, vehemente, incisivo, socarrón, crítico... Aparcó retóricas y fue de los primeros que hablaban para que la gente le entendiera. Siempre mordaz, siempre con la metáfora desconcertante. Siempre con una frase aguda que descolocaba al adversario. Trabajador incansable, cercano a la prensa a la vez que exigente con ella. Defensor acérrimo del parlamentarismo, como expuso en su última intervención en la Cámara y que ayer leyó Soro a modo de testamento político. Ayer, la unanimidad era absoluta para definirlo como uno de los grandes.

Se despidió de las Cortes en el 2007. CHA no obtuvo un buen resultado y le costó tiempo asimilarlo. Cosechó una amarga decepción. Se fue retirando paulatinamente de la primera línea política, aunque nunca abandonó su activismo aragonesista. Ni a su Real Zaragoza. Volvió al mundo académico dirigió los cursos de verano y extraordinarios de la institución. Y se entregó a los amigos y su familia. A su compañera Elena y sus hijos Guillén, Iguazel y Chaime. Una vez más el cáncer -al que le robó de forma sorprendente más tiempo del previsto- arrebata de forma prematura a alguien. Alguien que contribuyó a que hoy Aragón sea más moderno, más avanzado y, en definitiva, mejor de lo que era cuando empezó su sueño.