Luis Guillén, a sus 69 años, aún se levanta de un respingo del sillón cuando recuerda aquel juicio de 1976, en el que se iba a dilucidar la causa del incendio que costó la vida a 23 compañeros suyos de la Tapicería Bonafonte. Y cómo, cuando el fiscal apuntó a que la causa fue una imprudencia de algún fallecido, gritó "¡mentira!". Y desalojaron la sala. Las fechas le bailan, pero el resultado final del proceso lo recuerda demasiado bien. "Quedó en nada", afirma.

Otros recuerdos sí permanecen frescos en su memoria. Comenzando por la mañana del incendio. Llevaban un mes trabajando en la nueva sede de la empresa, él como oficial tapicero. Sabían bien que era una ratonera, pero "eran otros tiempos", y no se preocupaban mucho entonces de la seguridad. Sí lo hizo cuando, tres días antes, vio salir chispas del transformador eléctrico, e incluso les desalojaron unas horas cuando se fue la luz.

En la mañana de la tragedia, él acababa de llegar, entraba a las 8.00 horas. "Me estaba descalzando y de pronto oí fuego, fuego, y ya no vimos nada. Intentamos salir por la rampa, pero no se veía luz. Normalmente la persiana estaba abierta. Nadie pudo salir", asegura.

Con sus compañeros, trató de trepar y pedir auxilio por las rejillas, aferrándose al tubo de un compresor para respirar, hasta que se rompió. "Vino una volada de humo y me tiró, y ya no recuerdo más. Solo pensé en mis hijos. El siguiente recuerdo que tengo es estar fuera, en la ambulancia, cuando me sacaron", explica.

Luego, los flashes se suceden. La vista del ministro de Trabajo al hospital. Cómo gritaba y se revolvía cuando se enteró de que enterraban a sus compañeros. "Quería ir, pero no me dejaron", lamenta. Tras darle el alta, empezó su verdadero calvario.

Por un lado, las promesas de las autoridades no se cumplieron. "Nos prometieron trabajo a todos, pero a mis cuatro compañeros les metieron de celadores en la Casa Grande", recuerda. "A mí no". El por qué, no se atreve a asegurarlo, pero tiene una fuerte intuición. Su denuncia de las chispas del transformador, o de las condiciones de trabajo.

Después llegaron los continuos cambios de abogados --"me mareaban en el sindicato vertical", recuerda--, las visitas al delegado de Trabajo, o al propio gobernador civil. "Nunca estaba, y al final lo tuve que esperar en la puerta", asegura. Afirma que le dijo que "a los trabajadores españoles, les dejáis morir como ratas". Pero no le sirvió de mucho.

Al final le tendió una mano amiga el director de la mutua. Con las 30.000 pesetas que le dieron de indemnización no hubiese podido sacar adelante a sus hijos mucho tiempo. Le consiguió un trabajo, y poco después logró otro en su especialidad, maestro tapicero. Eran otros tiempos.

Físicamente, el incendio no le dejó apenas secuelas. La mente fue otra cosa. "Estuve un año sin poder dormir, me levantaba pensando en cómo iba a poder sacar a mis hijos si había un fuego", narra. También obligó a un vecino a retirar del bajo de su edificio el taller de carpintería, por miedo a repetir la tragedia.

Hoy, como todos los años, acudirá al cementerio de Torrero a presentar sus respetos a 22 de los 23 compañeros que fueron enterrados juntos. En su mente siguen las preguntas que probablemente nadie responderá: "¿Por qué no tiraron la persiana? ¿Por qué abrieron la pared en el único sitio donde había hormigón? ¿Por qué no avisaron a los Bomberos de la Base Americana?".