El 8 de marzo de 1836 entró en vigor el Decreto por el cual se comenzaba a llevar a cabo la gran desamortización ideada por el ministro de hacienda Juan Álvarez Mendizábal. Esta fue la más grande llevada a cabo en España hasta ese momento, aunque no era la primera vez que se intentaba realizar algo así. Durante el reinado de Carlos III hubo un pequeño intento (aunque no se le puede llamar «desamortización» realmente), como forma de aplacar el descontento general de los más necesitados y que se había traducido en motines como el de Esquilache en 1766 y que tuvo su eco en Zaragoza con el «Motín de los broqueleros» o «del pan». Sin embargo, la medida, impulsada en todo el país por el aragonés Pedro Abarca de Bolea, más conocido como el conde de Aranda, apenas tuvo recorrido.

Más adelante se trató de retomar estas iniciativas en tiempos del valido del rey Carlos IV, Manuel Godoy, así como durante la Guerra de la Independencia, tanto desde el bando francés en el efímero reinado de José Bonaparte como desde las Cortes españoles de Cádiz. Pero el fin de la guerra y el regreso de Fernando VII y el absolutismo más rancio frenaron de nuevo el proceso salvo en los años del Trienio Liberal (1820-1823).

En esta situación llegamos a septiembre de 1833 cuando muere Fernando VII dejando a su hija y heredera Isabel II con apenas 3 años de edad y bajo la regencia de la ahora reina viuda, María Cristina de las Dos Sicilias. España se encontraba en una situación de grave crisis financiera tanto como Estado como en lo social, y desde hacía años pugnaban por el poder aquellos que querían seguir con el Antiguo Régimen y los antiguos privilegios y los que querían llevar a cabo la revolución liberal.

Que nadie se lleve a engaño. La regente María Cristina era tan absolutista como lo fue su inefable marido, pero si quería que su hija Isabel reinara necesitaba que alguien las apoyara y su mejor baza eran los liberales (dentro de los cuales los había más exaltados y otros más moderados).

Y es que había otro pretendiente al trono, el tío de Isabel II, Carlos María Isidro de Borbón, quien hasta el nacimiento de su sobrina en octubre de 1830 había sido el heredero al trono ante la imposibilidad de su hermano, el rey Fernando, de engendrar descendencia. El sueño del trono se desvanecía con su sobrina, pero Carlos María esgrimía sus derechos a reinar por la ley sálica de los Borbones que relegaba a la mujer en la sucesión si había un varón como era él. Así se formaron los dos bandos, el carlista y el isabelino, y a comienzos de octubre de 1833 comenzó una cruenta guerra civil, la Primera Guerra Carlista, que duraría hasta 1840.

Los liberales comenzaron su revolución desde el poder y comenzaron a construir las estructuras del Estado contemporáneo que existe hoy en día, pero para eso se necesitaba dinero. Mucho dinero. De esa manera, el ministro de hacienda, Mendizábal, lanzó un ambicioso proyecto para desamortizar esos bienes de la Iglesia para parcelar sus tierras y luego venderlas a la nueva y pujante burguesía. Con ello se pretendía primero saldar las deudas del país y además financiar la potenciación del ejército que debía ganar la guerra, tal y como se hizo al mando del general Baldomero Espartero.

Fruto de esta desamortización quedaron abandonados multitud de conventos y monasterios a lo largo y ancho del país, perdiéndose una gran cantidad de patrimonio histórico y cultural. En el caso de Aragón y aunque hubo muchos más, voy a destacar dos casos.

En primer lugar el famoso y bello Monasterio de Piedra, cerca de la zaragozana localidad de Nuévalos. Enclavado en un bello paraje natural, el monasterio quedó abandonado y fruto de ello tenemos hoy en día su iglesia sin techo, aunque también hay que decir que ofrece al visitante una curiosa y bella estampa de decadencia. Sus tierras fueron compradas por el barcelonés Juan Federico Muntadas, quien aprovechó parte del antiguo monasterio para abrir una hospedería, lo que ayudó a que se conservara buena parte del recinto monástico. También se abrió en sus parajes la primera piscifactoría de la historia de España, además de ir formándose rutas por sus parajes para los que se hospedaban allí que han dado origen a la visita que se puede hacer actualmente.

Y el segundo caso fue el del Convento de Santo Domingo de Zaragoza, regentado por la orden de los Predicadores y situado al final del barrio de San Pablo. Durante muchos siglos fue el segundo conjunto de edificaciones más grande de la ciudad sólo superado por la Seo (el Pilar no era todavía lo que es hoy), y dio nombre a la actual calle de Predicadores, que también durante mucho tiempo fue la más larga de la ciudad y por donde pasaba la comitiva real entre el palacio de la Aljafería y la Seo cuando se llevaban a cabo las célebres ceremonias de coronación de los monarcas de Aragón.

El convento también fue víctima de la desamortización y quedó en la ruina. Hoy en día tan sólo nos queda parte del antiguo refectorio de los monjes y de las bodegas, reaprovechadas en el Centro de Documentación del Agua y el Medio Ambiente cuya visita merece la pena, así como el espacio que ocupaban parte de las celdas de los monjes, hoy reaprovechado como la maravillosa capilla de la Casa de Amparo de la ciudad, que necesita una importante restauración y que por cierto tiene una acústica maravillosa para conciertos.

¿Qué es una desamortización?

Consiste en este caso en la expropiación forzosa por parte del Estado de los bienes eclesiásticos propiedad de órdenes religiosas, y más concretamente de los mencionados conventos y monasterios que durante siglos habían ido amasando por compras y donaciones enormes extensiones de tierras. Muchas se trabajaban pero una gran parte eran totalmente improductivas y se las conoce como «tierras de manos muertas». La situación era desigual en España, siendo mucho más recurrente en el sur que en el norte donde la propiedad estaba, por lo general, más repartida.