"Verdes o azules por la mañana o por la tarde, como esmeraldas o zafiros, semejan al mediodía llanuras de diamantes, bajo las luces de un sol tropical. Los que rodean los glaciares son todavía más tranquilos que los otros y más azules que la mar. Islas de hielo de todas las formas se pasean y flotan silenciosamente como fantasmas, sin choques, sin cataclismos, es la única razón de ser de estos queridos lagos inmóviles, adormecidos, perdidos en las nieves infinitas, de las cuales ellos son sus hijos. Parecen centellear en la cumbre de los Pirineos, como joyas y diademas de orgullosos monarcas de oriente. Lo único que les falta es extensión, cosa que redimen con su número. Grandes o pequeños, los hay a millares, casi todos ellos agrupados en familia. Son lagos sociables. Se comunican y hablan entre ellos por medio de pequeños torrentes, claros y fogosos, que saltan de uno a otro. Incluso en invierno, bajo la nieve, no dejan nunca de hablar. Una música eterna".

Así definía el alpinista francés Henry Russell en Souvenirs d'un Montagnard hace poco más de un siglo esa maravilla de las montañas pirenaicas que son los ibones.

En el Pirineo aragonés, entre los valles de los ríos Gállego y Noguera Ribagorzana, a lo largo de 90 kilómetros, se encuentran los ocho macizos montañosos que actualmente albergan los últimos glaciares funcionales de la cordillera: Balaitús o Moros, Infierno, Vignemale o Comachibosa, Monte Perdido o Tres Serols, La Munia, Posets o Llardana, Perdiguero-Crabiules y Maladeta-Aneto --la vertiente francesa de los Pirineos alberga un número y una extensión similar que la española--.

Son los hielos más meridionales del continente europeo. Y para dar a conocer estas bellezas de la naturaleza, EL PERIÓDICO ofrece desde hoy la posibilidad de adquirir un libro que combina la divulgación con lo útil y lo práctico.

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