La feria del libro de Tauste me invita a pronunciar su pregón y a participar en un debate sobre hábitos lectores y para ello me inspiro doblemente en Stendhal. Como voraz lector que fue, por una parte, desde las novelas de Walter Scott que seguramente descansaban en el sustrato del romanticismo hasta el Código Civil, que su leyenda decía consultaba antes de ponerse a escribir para eliminar de su prosa cualquier otro concepto que no fuera el de la concisión. Stendhal fue, tras Guizot, quien mejor supo definir uno de los grandes conceptos literarios y artísticos sobre los que pregono en Tauste: la ilusión. Una ilusión, decía Guizot, es el efecto de una cosa o de una idea que nos engaña con una apariencia falsa. Stendhal añadió: ilusión significa la acción de un hombre que cree en lo que no es (como en los sueños, añadiría). Poniendo el siguiente ejemplo, que realmente ocurrió. En agosto de 1822, el soldado que estaba de guardia dentro del teatro donde se representaba Otelo de Shakespeare (la tragedia de los celos) cayó en tal sugestión cuando Otelo, el moro de Venecia, en el quinto acto del drama, iba a matar a Desdémona, que exclamó: «¡No se dirá que en mi presencia un maldito negro ha matado a una mujer blanca!» Y así maldiciendo disparó su fusil hiriendo en el brazo al actor que encarnaba a Otelo. Aquel soldado, concluyó Stendhal, padecía ilusión, pues creía a pies juntillas que lo que pasaba en escena era real. Siendo, por tanto, de alguna manera, inocente.

En la poco ingenua política española, donde todo son Desdémonas y Otelos, Lears y Hamlets, reyes destronados, ambiciosos príncipes, alucinadas damas, sanguinarios pajes, fantasmagóricos ancestros y un largo elenco de personajes entre castizos y shakesperianos, la ilusión está desplazando por completo a la realidad. Autores invisibles, ocultos en bambalinas, escriben nuevas escenas, incorporan actores y modifican libretos para que un soplo, una denuncia anónima, un hurto, un documento reconstruido, un testigo recuperado, una rémora del pasado invada el presente con su peso acusatorio (¿aparente, prescrito, imputable?; ¡qué más da!) y el argumento se precipite hacia un final doloso. El espectador, el votante, ya no sabe si lo que pasa en el teatro de la política es real, amañado o fingido... Por eso me quedo con alivio en la feria de Tauste, donde Elena Ansó y Pilar Fresco han hecho un trabajo real, realmente extraordinario.