Un tipo va al sastre a encargar un traje. Le toman las medidas, elige la tela y dado que no es cliente habitual deja una señal en metálico a cuenta. Un segundo tipo encarga unas leves reformas en su domicilio; el contratista, tras acordar el presupuesto, recibe un adelanto para ir comprando los materiales necesarios. Un tercer tipo, viajante, se sabe de memoria su número de tarjeta de crédito, ya que debe introducirla en internet cada vez que reserva una habitación.

Los tres tipos deciden salir a cenar un sábado con más amigos. Como el primero no sabe qué le apetecerá ese sábado, reserva mesa paralelamente en un vegetariano, un asador y un restaurante de menú cerrado, que exige reserva. El segundo tipo, llama al tercer restaurante, para reclamar que no haya cebolla en su menú, pues afirma que es alérgico a tan sabrosa liliácea; los médicos, de momento, parece que no han identificado tal intolerancia. Y el tercero comunica al asador que serán 7,8 o 9 comensales, que no puede precisar más.

El sábado, a la hora de la verdad, optan por el asador, pero se olvidan de anular la reserva en los otros dos restaurantes. De forma que el vegetariano se queda con una mesa vacía y menos trabajo para los extras que había contratado, a la espera que aparezca un grupo de última hora. Y el restaurante de menú, amén de la mesa vacía, debe tirar los ocho menús que había comenzado a preparar, pues no sirve sin reserva previa. Además, al asador no llegan los 7-8-9 sino solo seis, con lo que hay que retirar tres servicios, mover las mesas, etc.

Los supuestos anteriores son sucedidos cotidianos, cada vez más habituales. Los clientes han perdido el respeto por los profesionales y tratan de abusar de su pretendido poderío. Y aunque todavía pocos, los más dignos del sector, ya comienzan a pedir el número de la tarjeta, se niegan a servir una mesa si acuden más comensales de los previstos sin avisar o a modificar un menú ante unas pretendidas alergias que no son más que caprichos del comensal.