Montar una granja, ese fue el último negocio de mi abuelo paterno antes de dejarnos. Era una granja moderna, una explotación porcina y avícola (mil cerdos abajo y diez mil pollos arriba) perfectamente automatizada y con todas las ventajas de las nuevas tecnologías de la época. Tenía 12 años y ayudé por voluntad propia en su construcción, luego en su mantenimiento tanto en las vacaciones como los fines de semana. Cuando murió mi abuelo, mi padre y yo continuamos con el negocio, que no era tal porque los intermediarios se nos quedaban más de la mitad de las ganancias. De granjas sé un poco.

El trato que los pacientes o asegurados recibimos hoy en día en nuestro sistema antipersona de salud es de lo más parecido a aquello. Venía el veterinario siempre que hiciera falta. Era un hombre muy elegante y educado, jamás levantaba la voz, se ponía su bata impecable y con extremo cuidado y profesionalidad recetaba lo mismo para toda la jaula o incluso para todo el personal cerdo o el personal pollo. Nuestros cerdos no tenían nombre, solo un número y para él eran exactamente iguales. Los trataba con suma atención; solo que no eran personas. Nada se le podía reprochar... Clásicamente preterido y minusvalorado con respecto al médico, el veterinario ha aumentado su prestigio profesional en relación proporcional a como lo ha perdido el médico. Conoce el nombre del animal y lo llama por el mismo, lo saluda, le habla con voz suave y tranquilizadora, lo acaricia un poco para calmarlo y pregunta al familiar (llamado dueño) todos los síntomas y conductas (incluidas la tristeza o la inactividad) o el dolor no demostrado, pero visto por su amo. Además lo reconoce a fondo y lo examina sin prisa, con tiempo, el que haga falta.

En cambio el médico ya no es médico, ya no tiene agenda propia, suya, personal. No puede citar a sus pacientes según las necesidades de cada caso. Es más bien un operario de élite en la cadena de trabajo (me estoy refiriendo al trabajo en cadena). Tampoco tiene despacho propio (qué menos). Ni siquiera la menor seguridad de volver a ser él quien vuelva a ver al paciente que acaba de ver. Su paciente, al salir de la consulta, ya es de todos y de ninguno.

Un par de precisiones

Antes de seguir adelante quiero aclarar que la dura crítica que voy a formular no tiene nada que ver con el actual fenómeno del covid-19 ni con el personal que atiende a los afectados por el mismo. Las noticias que recojo son francamente elogiosas hacia ellos (sumo mi propio agradecimiento, les mando mi ánimo y les sugiero que no dejen de descansar y de cuidarse un mínimo, por ellos primero y por nosotros también).

Lo que escribo hoy es exactamente lo mismo que hubiera escrito a lo largo de 2019 y aún de 2018 y va dirigido a los nuevos tecnócratas de salud y de una disciplina que no puede seguir llamándose Medicina, porque no lo es. No solo reconozco, sino que yo mismo manifiesto, declaro, que queda un 10% aproximado de sanitarios fieles a la antigua consigna, con talla humana, con vocación y con un trato de respeto, igualdad inicial y escucha; hipocráticos pues. Benditos sean, pero son especies en grave peligro de extinción sin solución ninguna.

Ahora, y creo que puestos en contexto, me atrevo a seguir. Nos tratan como a animales; bien, pero no como a personas. No me demoraré mucho en esto. En los últimos años y con el conocimiento suplementario que proporcionan 20 días de ingresos -en los cuales se matizó mi segura subjetividad al ver desde la barrera cómo eran tratados mis distintos compañeros de habitación- la conclusión muy meditada y revisada es simple. Envuelto en un celofán con lazo y una pegatina de Felicidades (como en un centro comercial), con la sabiduría de no levantarnos jamás la voz… nos ignoran o ningunean, o ni siquiera nos miran ni nos ven, en «su trabajo con su ordenata». A veces, en el mejor de los casos, nos tratan con condescendencia (están locos estos romanos). Y nos transmiten silenciosamente un claro, constante y contundente Mensaje, con mayúscula: «Usted es un problema para mí, una molestia, yo tengo mucha prisa y muchas cosas que hacer; yo soy una víctima, no me fastidie más, no me jorobe; mire usted, lo mejor que puede hacer es convertirse en un mueble, mudo como los muebles, y si pudiera ser con ruedas, para que yo lo ponga donde sea necesario sin perder más tiempo».

Cambiar los nombres

La vieja Medicina, con sus cinco mil años de existencia, su carácter hipocrático y el juramento, su conversión de lo anterior en una profesión, desde hace unos 2.400 años (con los precedentes desde la útil e imprescindible hechicería), es una antigualla y estoy totalmente de acuerdo en que el tremendo y positivo avance que aportan las llamadas «nuevas tecnologías» requiere dejarla atrás. Ni está ya, ni se la espera: es historia. Propongo pues que a su inmejorable sucesora se la llame Ingeniería en Técnicas de Salud (antigua Medicina). Y dentro de la nueva disciplina o ciencia conservar los tres grados de conocimiento anteriores, a los que renombraremos por simple coherencia del siguiente modo: Licenciado en Técnicas de salud (antigua/o médico); ATS, Ayudante Técnico Sanitario (antigua/o enfermera/o); STS, Subalterno Técnico Sanitario (antigua/o auxiliar).

No veo, por el contrario, que haya que cambiarle el nombre al coprotagonista de este negocio: el paciente. El paciente «progresa adecuadamente»; es cada vez más paciente, es decir, con mayor paciencia; aunque yo me pregunto si este progreso es tal o si está basado en su necesaria idea del Médico-Dios o incluso en el miedo a ser represaliado, si manifiesta su sincera opinión o sus dudas y necesidades. Lo he visto muy frecuentemente atemorizado.

Al margen de propuesta de lenguaje que ayude a llamar a las cosas por su nombre, o al menos no por el que ya no les corresponde, he recogido opiniones de docenas de personas de uno y otro bando (de uno y otro rol). Las he intentando recoger escuchando, anotando después, sin entrar en confrontación y les doy, como mínimo, el valor de una reducida encuesta. Ya sabemos bien de los inconvenientes de las mismas y de su frecuente uso perverso o su intención de confundir. Preveo que lo que denuncio será tomado a título personal e incluso como ofensa por muchos profesionales de este menester (llámesele como se le llame, finalmente). Los del 10% aproximado reciban mi apoyo y gratitud. Los del 90%, si ya dormían bien, no dejen de hacerlo por mi culpa y, si por mi causa no duermen bien, pregúntense el por qué.

Invitación a la reflexión

Como profesional de la Psiquiatría (ahora no ciudadano ni paciente) y no siendo sociólogo ni analista institucional, añadiré un brevísimo apunte de pensamiento, incluso a riesgo de «orinar fuera del tiesto». La relación íntima, profunda y recurrente entre depresión y agresividad puede servir de nuevo camino o vía de pensamiento para entender en verdad y fuera de alusiones personales algo bien importante: las agresividades, activas y pasivas, de unos y otros. Ofreceré una explicación más detallada sobre el asunto, siempre que se me pregunte con lealtad. Georges Canguilhem ha estudiado muy finamente el impacto de los medios técnicos en la evolución de la relación médico-paciente. Viene a decir que el paciente sobra, es una molestia, algo que se interpone entre el médico y los resultados que los medios diagnósticos actuales le proporcionan. En ese sentido, el ideal de la medicina actual es el paciente que solo contesta a lo que se le pregunta (si es que se le pregunta algo), el borrado de cualquier subjetividad.

También he recibido buenos tratos, dentro de la abrumadora preponderancia de los malos. Tanto de médicos (Vicente, Concha y Teresa) como de enfermeras/os (Aitor y Diana) o de auxiliares (Marian y Chus); y muy buenos: inolvidables. Gracias es poco para vosotros. Quisiera ser entendido y escuchado (con la oreja buena) por ese aproximado 10%, que permanecen fieles a la anticuada Medicina Hipocrática. Y también ser igualmente bien escuchado por los de ese 90% a los que critico abiertamente. La escucha que deseo y pretendo no tendría por que ser obligatoriamente así, como la anticipo. Podría tomarse como un intento contundente, de serio mensaje al gremio y a la institución, del que ambos aprovechen la parte que encuentren útil y que les pueda servir y no pierdan su precioso tiempo en retorcerme el pie, cosa bien fácil pues he dejado, en lo que creo franqueza o claridad escribiendo, cantidad de puertas abiertas para que lo consideren hacer si quieren, sin necesidad de despeinarse.

Reconocer es una palabra cuyo uso inadecuado la ha vuelto peligrosa; como ejemplo, nuestro respetado presidente del Gobierno la empleó muy recientemente al manifestar que: su partido está más fuerte y unido que nunca. Reconocer, en este caso, es impropio de quien cuide mínimamente lo esencial en buen lenguaje y comunicación. Ahora quiero, antes de terminar, no solo reconocer, que sería correcto aquí , sino afirmar que no tengo la menor duda sobre la capacidad técnica de estos nuevos tecnócratas para cuidar nuestra salud. Es más, han salvado hace unos años la vida de mi primo (más hermano que primo carnal), así como recientemente han salvado la mía propia y estamos a la espera de que salven la de mi hermano de sangre.

Solo les ruego encarecidamente que dejen de llamar Medicina a lo que no lo es y que dejen de llamarse médicos los que no lo son: simplemente.

El autor es paciente, médico, psiquiatra y psicoanalista