Aunque este verano no ha hecho, ni mucho menos, tanto calor como el pasado, el tiempo ha seguido revuelto y por ahí no han dejado de sucederse las lluvias torrenciales, los tifones, las sequías, las plagas de langostas y otras maldiciones bíblicas. Así es que los científicos han vuelto a alertar sobre el cambio climático, que ya es imparable y que, según la Agencia Medioambiental Europea, tendrá especial repercusión en España donde en unos pocos decenios nos vamos a poner como al baño María; o sea, al borde de la cocción.

Pero el personal no se inmuta. El boom inmobiliario y las exhortaciones antiecologistas que tanto se prodigaron durante los ocho años de gobiernos PP parecen haber tenido un éxito extraordinario. Nuestro país ha elevado las emisiones de monóxido de carbono muy por encima de lo estipulado en el protocolo de Kioto, y a todas las escalas vivimos en plena y constante agresión contra la naturaleza: destrozan las montañas, los ríos son una mierda, las costas dan pena y ni los poderes públicos ni la ciudadanía (salvo casos muy excepcionales) se sienten involucrados en el asunto; es más: muchas buenas personas no se cortan un pelo a la hora de engorrinar el monte o la playa con todo tipo de detritus. Y aún me acuerdo de cuando aquella megaministra de Medio Ambiente inauguró los trabajos del embalse de Lechago, y dio una fiesta campestre dejando allí sobre el terreno toda la basura resultante del guateque (en la Europa más civilizada, una cosa así le hubiese costado el puesto; aquí ni se inmutó la tía).

Estamos tan tranquilos en el invernadero. Somos capaces de sacrificar pedazos irrecuperables de naturaleza a las urbanizaciones, las instalaciones industriales, los puertos deportivos, las pista de esquí, los pantanos, los vertederos... lo que caiga. El clima está enloqueciendo y el mundo que conocemos puede estar en riesgo. Nosotros nos encogemos de hombros y nos limitamos a instalar en casa el aire acondicionado.