La Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible es el proyecto político, social y económico más ambicioso de la historia de la humanidad. La ONU y muchos estados, junto a los gobiernos regionales y locales, en alianza con organizaciones sociales, universidades y empresas, se han comprometido a trabajar conjuntamente en 17 Objetivos Desarrollo Sostenible, abordando los retos que enfrenta el planeta en su globalidad al mismo tiempo que establece un itinerario de acción para cada pequeña comunidad, para cada realidad local, para cada persona.

Si algo hemos aprendido durante la última década, es que la mano invisible del mercado no garantiza oportunidades para todos, que no ayuda a los que se han quedado atrás, cuando atrás no es otro sitio que el lugar donde nacieron. La democracia liberal, como principal sistema operativo de la globalización, es responsable de muchos de nuestros mejores logros colectivos, pero tiene externalidades negativas, genera daños colaterales y también produce perdedores. De los desahuciados a los trabajadores precarios, de los niños pobres a los emigrados del sur.

En ocasiones, son países o regiones enteras las que quedan olvidadas en esa cara oculta del planeta que no cotiza en el mercado de futuros. Los vulnerables saben que ninguna mano invisible les sacará del pozo cuando estén en apuros. Pero señalar todas las derivas del capitalismo global, incluso sus cloacas y sumideros, no debería obligarnos a militar contra el sistema en sí. Si algo ha demostrado la crisis es que necesitamos más sistema que nunca. Negar la globalización no hará que se detenga.

El mundo es cada vez más interdependiente e hiperconectado, y por ello precisa de arquitecturas institucionales cada vez más complejas, con modelos de gobernanza multinivel continentales e intercontinentales, con alianzas que hibriden lo mejor de lo público, lo privado y lo social. Entre tanto, el mejor servicio que podemos prestar los que creemos en un mundo mejor es señalar los puntos de fuga del sistema, advertir los flancos de lo constituido y celebrar que nuestras democracias son imperfectas e inacabadas; mientras reconstruimos y taponamos todos los agujeros por los que se cuelan como virus los agoreros del fin de la era, con sus relatos simples y emocionales, para canalizar la energía civil acumulada en favor de no se sabe qué utopía excluyente, porque los populistas saben que el mejor proveedor de identidad es el enemigo, el otro: el extranjero, el pobre o el rico.

El mundo de los grandes asuntos verticales del siglo XX, en el que tuvimos que reinventar Europa en varias ocasiones y estaba casi todo por hacer, planificar en torno a políticas troncales, levantar los pilares del bienestar: educación, sanidad, servicios sociales; exigió todas nuestras atenciones y esfuerzos, pero eso sí, concentrados en un puñado de prioridades unívocas.

El siglo XXI exige miradas más largas, análisis con más perspectiva, estrategias más transversales y aproximaciones más integrales a unos problemas que son mucho más mutantes y escurridizos. ¿Cómo abordar asuntos como la pobreza infantil, el yihadismo o la igualdad de género desde las estructuras de los viejos ministerios? Los problemas que nos enfrentamos en el marco 2030 son más horizontales, complejos y polié- dricos que nunca.