El lento pero implacable goteo en España de las muertes por crímenes de género está conmocionando a nuestra sociedad. Se trata de una epidemia que no acertamos a detener, pero que no es solo nuestra, pues asimismo se va expandiendo por el resto del mundo, como un virus fatal contra la convivencia y el concepto de pareja.

En Nicaragua, de donde acabo de llegar, tras unos intensos días de inmersión cultural, el endémico machismo hispano rebasa todo control y el número de mujeres nicaragüenses asesinadas se desborda en las estadísticas, con el agravante de que una tercera parte de los encuestados sobre ese tema, en una reciente consulta de opinión, responsabiliza del atroz resultado a las propias mujeres. Porque se toman demasiadas libertades, vienen a decir muchos de los encuestados, porque coquetean, encelan a sus parejas y luego pasa lo que pasa.

La solución a este gravísimo problema conjuga tantos frentes como sus propias manifestaciones. El machismo, la intolerancia, la falta de educación en la igualdad social subyacen a muchas de sus explosiones, pero también se detecta una salvaje tendencia a la banalización de la muerte, del mal, como ya denunciara Hanna Arendt, en el sentido de que las agresiones de género acaban con una alarmante frecuencia con la vida de otra nujer. Esa escalada criminal podría tener que ver con la incorporación al imaginario coectivo de una cultura de la violencia que se vende como entretenimiento y se consume con gusto, en forma de videojuegos o series de televisión. Asimismo la novela negra contemporánea, en especial la nórdica, alardea de una violencia desmedida contra las víctimas, a las que tortura sádicamente, obteniendo el criminal placer en el sufrimiento ajeno, antes de ocasionarle la muerte.

Pero al final, cuando en cualquier hogar español estalla la violencia de género y otro hombre se convierte en un nuevo asesino, lo que está ocurriendo es un gigantesco fracaso del conjunto de la sociedad, otra trágica llamada de auxilio no solo ya de una mujer inocente, sino de todo un sistema social que ve arder sus principios, ante el sonrojo general y la impotencia de los mecanismos preventivos.

Un cáncer, verdaderamente, una bestia que nos está aniquilando porque no sabemos frenar sus ataques ni depurar sus secuelas.