Carlos Cortés Martínez, de 78 años, es un zaragozano al que hace cuatro años le tuvieron que amputar una pierna, tras sufrir un accidente de tráfico en el que él no tuvo culpa alguna. Hasta el pasado año pudo defenderse con dos muletas, si bien su estado de salud empeoró y tuvo que comprarse una silla de ruedas eléctrica para poderse desplazar. En noviembre se la robaron y desde ese tiempo su vida se ha limitado porque no consigue que nadie le deje otra. Pide ayuda.

«Cuando vi que ya no podía ir con muletas por mis problemas cardiorespiratorios decidí comprarme una silla de ruedas con motor, probé una normal y no tenía fuerza para moverla, me cansaba mucho», recuerda, mientras destaca que se gastó 2.175 euros en dicho vehículo.

Su vida dio un giro de 180 grados puesto que la movilidad que le dio dicha silla era «calidad de vida», tal y como destaca este hombre que toda la vida ha trabajado como camarero y que señala que sus nervios no le permiten estarse «un minuto quieto».

Ahora es una obligación para él desde que se la robaron. Carlos Cortés vive en la calle Rufas de Zaragoza. Para entrar al edificio hay una puerta de acceso habilitada para personas con movilidad reducida, si bien hay una segunda puerta de acceso con escalón que le impedía subir hasta su vivienda. Él la aparcaba en esa especie de rellano y con las muletas accedía al ascensor.

El 16 de noviembre del 2018, este hombre, al que todo el mundo en el barrio conoce como «Charlie», tenía que ir al hospital Miguel Servet de la capital aragonesa a una revisión. Eran las 8.00 horas cuando bajó al portal y se encontró que su silla de ruedas no estaba. Se la habían robado durante la madrugada. «No me lo podía creer, se me cayó el mundo encima porque era mi modo de vivir, de ser independiente», lamenta, visiblemente emocionado.

DENUNCIA

Aquella mañana tuvo que llamar rápidamente a un taxi para cumplir con sus obligaciones. «Siete euros pagué y cada vez que tengo que ir al médico tengo que hacerlo, antes con mi silla iba sin gastar y sin dar mal a nadie», asevera. Para regresar hizo la misma operación y fue a su casa. Tenía que interponer una denuncia, pero no sabía cómo hacerlo y era gastarse de nuevo dinero para ir a comisaría. «Cobro 650 euros de pensión, no tengo una economía nada boyante», añade.

Ese día comenzó una forma de vida para él totalmente dependiente, ya que vive solo. Cuando le vio el dueño del bar El Perro Negro, que tiene enfrente de su casa, le preguntó por dónde estaba la silla. «Gracias a él, a Jesús, pude ir poner la denuncia porque me llevó ante la Policía Nacional para contar lo que me había pasado, aunque después de todo este tiempo no han encontrado ni el vehículo, ni a la persona que me la quitó», destaca. «Hace falta ser malo para robar algo así, no era un capricho, era una necesidad», reitera.

Desde ese momento «todo ha cambiado», insiste. «Antes no estaba en casa más que para comer, me gustaba ver cosas, estar con mis amigos, lo que hace todo el mundo, pero ahora al no poderlo hacer estoy deprimido», describe. Su jornada es hoy en día la misma. Se levanta, se asea, desayuna, pasea calle arriba calle abajo y se sienta en la terraza del bar que le presta siempre ayuda. «Tengo mi rinconcico para poder descansar». Por la tarde se recluye en su casa y así hasta el día siguiente.

Cortés asegura tener una «doble decepción: la falta de humanidad de la persona que le robó la silla de ruedas y con la administración». «Cuando tuve que comprarme la silla no pedí ayuda alguna, fui a Calzados Silvio y compré una por 2.175 euros», recuerda.

Ahora no tiene capacidad económica para poder hacer lo mismo. Vive de su pequeña pensión. Asegura que ha pedido ayuda a diferentes administraciones públicas y oenegés de las que no quiere dar ningún nombre «por respeto, soy un señor aunque esté así», pero la respuesta siempre ha sido negativa. «Me han propuesto hasta un alquiler social que eso no es lo que necesito», afirma, a la vez que destaca: «Pago mis impuestos y los he pagado toda la vida, no hay derecho a vivir de esta forma y de la ayuda de mis vecinos, que no tienen ninguna obligación», reconoce.

Mientras espera la ansiada ayuda, Charlie, que es como le gusta que le llamen, no puede evitar remontarse a antes de aquel 16 de noviembre del año pasado cuando se llevó uno de los jarros de agua fría más grandes de su vida, después de que le tuvieran que amputar una extremidad.