Crece la decepción en el país. Nuestros deportistas no rascan bola en los Juegos atenienses. Tenemos menos medallas que Zimbabue. ¿Qué pasa?

Antes de explicarles la cuestión quiero puntualizar algo: no creo que Aznar tenga la culpa de este aparente fracaso olímpico, aunque la cosa se preparó bajo su égida y el ex-presidente haya acreditado su portentoso gafe. Mas no parece que podamos achacar el fiasco de Atenas ni al mal fario del ex-divino José María ni a los controles anti-doping que han hecho imposible la potenciación atlética mediante epos y otras virguerías. Esto es otra cosa, que en mi opinión sólo cabe achacar al exagerado sentido de la responsabilidad de las españolas y los españoles.

Nuestros deportistas se arrugan cuando llega la hora de la verdad, se agobian, se ponen nerviosos, se agarrotan. Les entra el miedo al triunfo y de repente no ganan donde solían ganar. Más o menos lo mismo que suele suceder con la selección de fútbol cuando acude a eurocopas y mundiales. Pero reparen ustedes en una cuestión: ¿No es cierto que eso mismo nos pasa a todos a la hora de demostrar nuestras habilidades en público? ¡Anda que no ha fracasado gente en los exámenes orales por culpa de ese terror escénico! Y aún hay otro ejemplo mucho más directo, gráfico y contundente: nuestro comportamiento sexual (evaluado en términos promedios; o sea sin señalar a nadie concreto). A priori en España tenemos las mejores condiciones para ser los números uno en el tema erótico. El clima, la cultura, el temperamento e incluso la sensación pecaminosa que nos proyecta el ámbito católico... todo debería potenciar nuestra condición de grandes amantes, y de hecho hay insospechados momentos en que así lo certificamos. Pero cuando llega la hora de la verdad, esa noche gloriosa en que deberíamos consagrarnos, suele suceder que ¡plas! nos venimos abajo. Derrotados por el compromiso llenamos el medallero de gatillazos. ¡Anda ya!