La penúltima víctima de Mariano Rajoy ha sido el ex ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García Margallo. Un político de extraño perfil, y de una derrota ideológica trazada desde los puertos del centrismo de ucedé a una derecha pelín ultramontana. Un aventurero que, durante los últimos cinco años, contando el de en funciones, ha dirigido su ministerio con ideas igualmente peculiares (en el caso de que fueran ideas).

El presidente del Gobierno dejó de contar políticamente con él coincidiendo con su período interino porque detectó que su ministro de Exteriores funcionaba entre la neblina de la crisis política española con tanta facundia y libertad como por la deliberada oscuridad de esas ambiguas cancillerías donde la más todavía ambigua España de Margallo iba jugando a potencia mundial, sin serlo, a pieza clave, sin merecerlo en negociación alguna y, sobre todo, al despiste y síndrome del perejil, presente en todas las salsas pero sin ligar ninguna.

Profesional del énfasis y de las formas, del protocolo y la palabra, Margallo no tenía fondo de armario para pilotar Exteriores, y mucho menos un barco de mayor tonelaje, y por eso a más de un ministro popular, y seguramente al propio Rajoy, se le debió poner cara de susto cuando detectaron que iba, nada menos, que a por el almirantazgo.

Como si tuviera flota propia, luz propia, este torpedero ministro--sol en la edad lunar de la jubilación se lanzó juvenilmente a la intriga cortesana, con una exhibición de ambición y vanidad solo comparable a su hinchado ego y constante ceremonia de la confusión, en la que, aún no triunfando en sus propósitos, llegaría a ser gran chambelán y maestro.

Como contraste, Rajoy ha hecho subir al palo mayor de la diplomacia española a uno de sus vigías europeos, Alfonso Dastis. Hombre probo, discreto, acaso, ya veremos, eficaz, en ningún momento morderá la mano que le da de comer, atrincherará en la santabárbara de Génova a la tripulación ni conspirará para arrojar al capitán a los tiburones de la crisis o la opinión.

Dastis, a quien casi nadie conocía, y a quien la mayoría sigue sin conocer, no ha movido pieza, lo cual le acredita ya como un gran ministro. Con Siria, por ejemplo, no hemos dicho esta boca es nuestra, ni si estamos con los rusos, con Al Asad, con los rebeldes o con Lawrence de Arabia.

Y esa, me temo, será la tónica.