Cuando mis amigos me enseñan fotos de sus viajes a las últimas maravillas naturales del globo terráqueo, yo contemplo los verdes paisajes, recreo la vista en las playas paradisíacas bañadas por mares lejanos, admiro las lujuriosas junglas y sistemáticamente hago el mismo comentario: Preciosos, sí; pero... ¿hay muchos mosquitos? Porque la experiencia me ha enseñado que en esos mágicos lugares suele existir una enorme variedad de bichitos que pican. Desde el común pero cruel zancudo hasta el minúsculo aunque agresivo jején caribeño, toda una serie de ávidos insectos chupasangres me han amargado esplendorosos atardeceres y fabulosas jornadas de mar o río, arena, cocoteros y cayos coralinos.

¿Habrá mosquitos?, pregunto hoy bastante escéptico ante ese azud que quieren hacerle al Ebro a su paso por Zaragoza. La idea de crear semejante estanque no me entusiasma (en mi modesta opinión el Ebro y sus principales afluentes sólo necesitan recuperar una mínima calidad en sus hoy asquerosas aguas y que vuelvan a sus riberas aquellos hermosos sotos arbolados; o sea, dejar que la naturaleza sea lo más natural posible). Tampoco me impresiona lo más mínimo el estudio medioambiental favorable al azud (para eso están dichos estudios, para convertir en admisible cualquier barbaridad). En todo caso, si he de tragar con el acuático invento alguien debería garantizarme que el futuro estanque no acabará siendo una guarrería maloliente y un criadero de mosquitos.

A su paso por Zaragoza el Ebro trae hoy un caudal de naturaleza inclasificable, cargado de los más insólitos productos. Estancarlo en una lámina parece a priori un extraño antojo. Pese a ello mucha gente está por la labor y argumentan que, si vienen los mosquitos, todavía se estará a tiempo de meterles una fumigación por su sitio, como hacen en los regadíos de los Monegros. Ya se sabe: los paraísos casi siempre requieren una buena dosis de insecticida.