"No sabemos adónde ir. Somos conscientes de que mañana vendrá la Policía Local a desalojarnos, pero no nos iremos hasta que lleguen los agentes. No podemos hacer nada salvo esperar".

Ese es el sentir de una de las familias que vive junto al pabellón Príncipe Felipe entre viejas caravanas y casetas de madera y que no ha entrado en el Plan Integral de Erradicación del Chabolismo, que contempla la entrega de viviendas a algunas familias de la zona. Mañana, la Policía Local ejecutará la orden dada por el área de Acción Social del Ayuntamiento de Zaragoza para que todos los chabolistas se marchen definitivamente antes de derribar el lugar. Una orden que, a pesar de todo, fue definida por la concejala de Acción Social, Carmen Gallego, como de "realojo".

Pocos dan sus nombres y la tensión se puede mascar, al igual que la arena que remueve el viento y el intenso olor a cloaca que bloquea los sentidos. Pero el joven de unos 35 años que abre la puerta de un remolque desvencijado muy próximo a la carretera intenta reaccionar con calma, rodeado por dos niños y dos mujeres. "No nos han ofrecido un sitio alternativo. Gallego debería saber que sólo habrá realojamiento en algunos casos. Al resto nos echan", explica.

A escasos metros se levanta otra vieja caravana, que hace años debió de ser blanca. Una gruesa mujer de poco más de 25 años cocina con el pijama puesto. Mira con recelo y se muestra desconfiada. "Algunos reciben pisos, pero otros como nosotros, que llevamos dos años aquí --vive con su marido--, no entramos en la lista. Hay gente de Cáritas que viene a vernos, pero no ha servido de mucho. Y ahora a ver qué demonios hacemos", concluye antes de cerrar la puerta. Y junto a esta humilde vivienda reside otra pareja que sí tendrá un piso al que trasladarse. "Nosotros no tenemos problemas. Pero prefiero no hablar porque la situación es delicada", apunta la mujer.

Abandono

El resto del paraje es un desierto donde uno puede encontrar de todo junto a las chabolas abandonadas: futbolines de plástico, sujetadores viejos, botas rotas, neumáticos gastados, balones de fútbol, baterías gastadas e, incluso, un trofeo que alguien arrojó al suelo y que ya ha perdido su color dorado.

"Desde que vinieron los agentes el pasado día 8 para avisarnos de que tendríamos que irnos, muchos ya se han marchado y los que van a recibir un piso vienen y van continuamente para llevar sus cosas antes de que expire el plazo. Por eso ya no se ven tantos chabolistas por aquí", indica la misma mujer.

Antonio Joaquín Patulas, de 55 años, vive en una pequeña caseta de madera adosada a la tapia que separa la zona de los feriantes de la media luna en la que reside la mayoría de los chabolistas. Con él se encuentran su mujer, Lourdes, los tres hijos pequeños de la pareja --de 3, 7 y 9 años-- y su suegra, que padece alzheimer. Todos ellos irán en breve a la vivienda que les han asignado en el barrio de la Magdalena, después de dos años junto al pabellón y 25 en Zaragoza. Pero no por ahora.

"Quiero marcharme, pero aún no hay agua en el piso y no pienso irme hasta que todo esté en orden. La llave general se ha bloqueado y hace falta que un fontanero repare la avería. No hay mecanismo alguno para lavarse", comenta Patulas.

Mientras admite la necesidad de destruir el lugar "porque se ha convertido en una guarrada", su hija Karina muestra con orgullo los últimos dibujos que ha hecho en la escuela. "Me gusta bailar, pintar y cantar", afirma con sonrisa pícara.

Lourdes reconoce que en los últimos meses llegaron muchas familias itinerantes para intentar "conseguir algo": "Algunos no vivían aquí de forma permanente y querían entrar en el censo de las viviendas, pero ha sido imposible".

A escasos veinte metros de ellos, otra familia se asienta entre camiones y remolques. Ellos sí serán desalojados, pero poseen una casa propia a la que pueden ir cuando quieran. "Se dedican a alquilarla y emplean el dinero para vivir mejor. Por eso no pueden entrar en la lista", apuntan fuentes municipales.

Sin embargo, la principal preocupación de Patulas y Lourdes es lograr que sus pequeños se adapten bien al cambio de residencia y de colegio. "Están acostumbrados a jugar siempre en la calle. Ahora, al vivir encerrados, tendré que llevarles muy a menudo a un parque de la zona. Y espero que en la escuela los reciban bien", señala Lourdes con rostro esperanzado.