Cualquier persona que repase su biografía un día cualquiera, descubre que la mayoría de los capítulos están encabezados por una mujer. De la primera a la última edición de cada historia individual ocupa un papel protagonista pese a que el activismo machista, las pedestres tradiciones o simplemente la tolerancia farisea la hayan desplazado, con contadas excepciones, a un segundo plano social. Viven (o malviven) las mujeres en este planeta pero no pertenecen todavía a él en igualdad de condiciones. De nuevo se echan a la calle para reclamar un reconocimiento que vaya más allá de la literatura y de las fechas reivindicativas, que las sitúe legalmente donde les corresponde. Ni un peldaño más arriba y, por supuesto, por encima de esos metros de tierra violenta que cubre la impunidad asesina y sus cadáveres.

Vamos a contemplar otra fuerte marea luchadora contra un rompeolas, el patriarcado y sus acólitos simpatizantes, que se resiste a renunciar a su jerarquía bruta que no física, que gobierna autorizado por un inmovilismo autárquico que favorece las ventajas impuestas a la fuerza durante siglos. Sería de ingenuos creer que esta batalla será la definitiva, pero servirá para seguir avanzando hacia un lugar de justicia en el que la mujer no solo sea admirada por ser hermoso encabezamiento o delicado objeto de la memoria privada, sino por mirar de frente, sin girarse atemorizada, escribiendo de puño y letra su propia biografía. Teniendo acceso al tintero de una convivencia normalizada por el respeto y el reconocimiento público. Porque este mundo de múltiples caos discriminatorios no se entiende de otra forma que haciendo valer la inteligencia, un don sin género que la mujer reclama como lo que es, un bien universal con el que aniquilar los desequilibrios.