Pepe se ganó el prestigio en el campo del Derecho. José Bermejo Vera era una eminencia. Látigo riguroso con sus alumnos de derecho administrativo, implacable profesor en honor de la docencia y su más alto concepto, dejó que su corazón rodara también con pasión desatada por el campus del fútbol. Más incluso que en las aulas. Hasta que la muerte le alcanzara los talones, que fue ayer, en un entrenamiento con su equipo y sus amigos, con una edad (más de setenta años) en la que la mayoría de los mortales se sientan en la grada a ver la vida pasar. Él eligió, entrañable insensato, perseguirla detrás de un balón sorteando lesiones y riesgos, propulsado por una mágica pócima juvenil con la que sorteaba el tiempo. Inquieto, combativo, competitivo, pícaro, siempre ganador... Soberbio y voraz rematador de cabeza a la antigua usanza, vencía cuando empataba y si perdía triunfaba. Delantero centro de olfato agudo, jamás toleró la derrota. Ni siquiera en su despedida.

Le lloraran su seres más cercanos y esa otra familia numerosa de futbolistas veteranos que formó a golpe de personalidad, carácter y cariño mal disimulado para construir un grupo liderado por la nobleza, un equipo del que era amo y señor por derecho propio: Pepe y mil más han jugado en el Veteranos Universidad durante más de tres décadas, célebres exprofesionales del Real Zaragoza y brillantes segundones que se han cobijado bajo su alargada y alumbrada sombra, tenaz, paternal sin duda. Morir tiene poco de poético. Sobre todo para los personajes que se quedan sin su autor. Pero si Pepe pudiese haber elegido un lugar para colgar el último aliento, lo habría hecho sobre el escenario, rodeado de su público (pocas veces un manido tópico alcanza tan ajustada precisión). Con la hierba bajo sus pies y una pelota inalcanzable en apariencia. Quizás la gran lección que lega alguien capaz de impartir tanta intensidad a cada uno de sus latidos, es que no hay motivo para el dolor en este día doloroso.