El suplemento semanal de un periódico nacional recogía hace unos días cuarenta restaurantes con estrella donde se puede comer por menos de 60 euros, algo, por cierto, inusual en el resto de Europa, donde las facturas son sustancialmente mayores. Pues bien en el listado, cuatro -nada menos que el 10 %- son aragoneses, con precios medios entre 35 y 49 euros; cuatro de nuestras cinco estrellas.

Lo que nos lleva a dos sustanciosas reflexiones. La primera, si España es barata a la hora de comer, Aragón ni te cuento. Pues a la hora de abonar una factura por comer no se paga solo la propia comida, sino el menaje, los manteles, las copas, la ubicación, la decoración, etc. Elementos que suponen una elevada inversión por parte del establecimiento, pues no es lo mismo beber un buen vino en una copa riedel que en un vaso de plástico: incluso sabe distinto, como descubren quienes acuden a catas de copas.

Sin embargo, aunque nuestros grandes restaurantes son mucho más asequibles que sus equivalentes del resto del país -han de adecuarse a su mercado natural, pues aquí no hay turismo que lo descompense, salvo excepciones-, las facturas medias en la comunidad, y especialmente en Zaragoza, no recogen la realidad de la comida, el ambiente y el servicio.

Quiérese decir que, por ejemplo, treinta euros -siempre incluido el IVA, como manda la ley- puede ser un chollo o un auténtico timo. Y Zaragoza ofrece numerosos, demasiados, ejemplos al respecto. Desde sitios que disimulan género de segunda, con un servicio infame, por ejemplo, a otros que sorprenden, precisamente, por lo ajustado de sus facturas.

Un problema que solamente se soluciona con educación… gastronómica. Con clientes que sepan valorar la calidad de una carne, que conozcan los productos de temporada, valoren el servicio del vino. Y, al otro lado, profesionales amantes de su trabajo, no transportaplatos o abrelatas en la cocina. Y eso lleva tiempo, mucho tiempo al parecer.