A don Juan Alberto Belloch, excelentísimo alcalde de Zaragoza, le ha alcanzado la realidad. Bueno, a él y a casi todos los españoles. Llevamos varias semanas encajando golpe tras golpe, susto tras susto. Comprobamos con horror que la ilusión de formar parte del Imperio no nos ha de salir gratis, y que en estos merdés de la política internacional es fácil entrar (y hacerse fotos con la manita del Boss sobre tus ibéricos hombros), pero muy difícil salir (ya lo comprobará Zapatero). Lo cual que los apuros de quienes han de verse involucrados en la inminente reorganización del gobierno municipal cesaraugustano casi parecen una bromita amable, viendo la que está cayendo desde Nayaf a Leganés.

No dirá Belloch que no se lo advertimos: Ojo con el día a día, le dijimos; lanza medidas de choque, no dejes perder estos dos primeros años de mandato... Pero él estaba (¡ay!) tan contento con la Expo y lo demás, que casi daba pena quitarle las ilusiones.

Lo que don Juan Alberto tiene entre las manos es un municipio semiarruinado, sumido en el caos urbanístico, con unos servicios insuficientes... El resultado, en fin, de varios lustros de muy mala gestión. Y para afrontar tal situación, parece que el señor alcalde ni tiene a su alrededor la gente más adecuada (encabezó una candidatura bastante flojita) ni él mismo acaba de entender que deberá currarselo personalmente y hacer mucho más que ir a los actos sociales y disfrutar de los días de gloria. Belloch está obligado a remangarse y establecer una acción política bastante más abierta, participativa y social de la que ha exhibido hasta ahora. Los vecinos de Zaragoza no tienen la culpa de que el PSOE local esté como está (o sea, chungo) o que las relaciones entre Belloch y Pérez Anadón sean buenas, malas o regulares. El personal quiere una ciudad que funcione de una vez. Y si los de Chunta van cumpliendo (y bien) con lo suyo, a ver por qué los socialistas no se han de poner las pilas... o lo que sea menester.