El futuro dirá con respecto a Cataluña, pero lo cierto es que su reciente pasado pasará a la historia futura como un episodio más de los muchos que en la historia de España han estado presididos por la improvisación, la sinrazón o el capricho. Porque cuando hace un año, el 27 de octubre de 2017, se proclamó en el Parlament la independencia en forma de una república catalana que duró lo que el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, tardó en enviar el motorista con el cese de Carles Puigdemont y de todos sus consejeros, se estaba consumando un nuevo esperpento. No había base histórica, social ni política para desunir al país, pero unos cuantos locos, abducidos por un fanatismo nacionalistas de tintes supremacistas y fascistoides lo intentaron. Algunos siguen en la cárcel, a la espera de ser juzgados por diversos delitos. El cabecilla, Puigdemont, continúa fugado y tirando de argucias legales para mantener a costa de lo que sea, de su propio partido, del dinero público, la tensión con Madrid.

Los acontecimientos ocurridos aquel 27 de octubre y en días posteriores vienen minuciosamente recogidos y analizados por Lola García en El Naufragio (editorial Península). Llama la atención, entre otros detalles, el hecho de que entre Puigdemont y Oriol Junqueras, su número dos en el ejecutivo y líder de Esquerra, no hubiese apenas confianza. No la suficiente, al menos, para que Puigdemont le revelase que pensaba huir a Bélgica. De hecho, Junqueras se enteró por su jefe de gabinete, Josep Rius, quien le comunicó que el president no iba a regresar al Palau de la Generalitat, donde había quedado con sus consejeros. El tuit que Puigdemont, el muy cuco, envió de él mismo fotografiado en el Pati de los Tarongers, como queriendo probar que se encontraba allí, es de otro día. A partir de ahí, todo serán dobles verdades o mentiras y pistas falsas para eludir la prisión, que sí se cernirá en cambio para buena parte de sus consellers.

Desde entonces, el juego, la burla, el esperpento sigue. A pesar de la victoria de Ciudadanos en las últimas autonómicas, el nacionalismo radical ha mantenido una mayoría parlamentaria que le permite seguir haciendo de su capa legal un sayo independiente, pero que no todo lo tapa. Unos cuantos millones de catalanes no quieren ese uniforme, gustándoles bastante más el estilo de la libertad.

Que es lo que está en juego.