El autobús parte con tres minutos de retraso de la calle Alhama de Aragón, en el barrio de La Paz. Empieza a llover con intensidad. Son las cinco y cuarto de la tarde y, a pesar de que tan sólo dos mujeres se han subido en la primera parada de la línea, el conductor, con una sonrisa, aventura un viaje cargado de anécdotas: "Enseguida empezará a llenarse. Y comenzarán los problemas. Avenida Tenor Fleta, paseo Sagasta, Mercado Central, barrio del Actur... Faltan carriles de bus y tiempo para cubrir los trayectos por los atascos y las obras. Esta es una de las líneas con más problemas".

El ritmo de llegada de los usuarios es vertiginoso. El silencio se transforma en un susurro permanente. En Torrero, a la altura de la calle Capitán Oroquieta, dos terceras partes del autocar están ocupadas. "Los retrasos suelen rondar los diez minutos y la verdad es que esta línea carga muchísimos pasajeros, pero está descuidada", comenta Miguel Berges, de 74 años. "Con tantos desvíos... ", interrumpe Pilar Oteo, de 66.

En la avenida Tenor Fleta, los usuarios, que ya abarrotan el bus, pugnan por un poco de espacio. "Junto a mi casa, el conductor tiene que parar a varios metros de la acera porque suele haber coches aparcados. Y me cuesta muchísimo subir por mis dolencias en las rodillas", denuncia Pilar Peña, de 76 años.

En la misma avenida, el autobús deja de coger a dos pasajeros. Uno de ellos increpa desde la calle al conductor. Y doscientos metros más adelante, otras treinta personas se quedan en tierra. Pero no cabe nadie más. Sofoco, aire viciado, empujones, paraguas que chorrean agua, movimientos de cadera estilo David Bisbal para evitar al enemigo... Así transcurre el inolvidable crucero hasta el Corte Inglés. Bajada masiva. Subida masiva. "Por favor, pasen a la parte trasera", ordena una voz grabada.

A la altura del paseo de Independencia, tres chicas se quedan sin plaza. "Todos los días nos ocurre lo mismo y acabamos cogiendo otra línea", afirma Laura Arguedas.

Un segundo autocar pasa siete minutos después. Va más desahogado, aunque se llena en las murallas romanas. "A ver si me meto en un rincón", dice una señora en voz alta.

Ya en el Actur, el autobús empieza a respirar y poco a poco se vacía. Sebastián Sieso es el último pasajero y el único que llega hasta el final del trayecto --de una hora-- en la Escuela de Ingenieros. "Al menos en los últimos minutos del viaje te puedes sentar", bromea.