Hubo un tiempo que la magia de la gastronomía se almacenaba en la memoria del aficionado. Sensaciones, aromas, sabores, incluso formas y colores, permanecían en el recuerdo y debía ser la palabra la forma de evocarlo. De ahí han surgido bellas páginas literarias relacionadas con las cosas del comer, por cierto cada vez más escasas.

Actualmente, las redes sociales y, más concretamente, su gusto por las instantáneas, han desplazado la forma de evocar la comida, que ahora se materializa, de inmediato, en una fotografía, subida a la red sin que tiempo a que el plato se enfríe. Y los correspondientes 140 caracteres.

Es lo que hay y, de momento, la tendencia se muestra imparable, especialmente en locales de moda o emblemáticos, y entre esa nueva generación de aficionados treintañeros que jamás han probado un patorrillo o una güeña. Vale.

Pero el fenómeno, en demasiadas ocasiones, resulta molesto para el resto de comensales que, simplemente, quieren disfrutar de sus platos. Flashazos a destiempo o en pleno rostro, gente merodeando su mesa en busca del mejor ángulo, trípodes para que los camareros tropiecen y tiren los platos, etc. Incluso un estudio llevado a cabo en un restaurante de Nueva York, asegura que el uso que hacen los clientes del teléfono móvil ralentizaba del tal modo el servicio, que se traducía en pérdidas económicas.

Allá cada cual con su afición. Si prefiere recrear la realidad en lugar de vivirla, tiene todo el derecho del mundo. Aunque hay bastantes aspectos a debatir en esta moda, como el hecho de que la propiedad intelectual del plato pertenece al restaurante, y por lo tanto su imagen, que puede verse destrozada ante un mal fotógrafo, como son muchos de estos aficionados.

A no mucho tardar se extenderá la prohibición de fotografiar platos, como ya sucede en bastantes restaurantes de alto nivel. Entonces volveremos a comer en paz y los fotógrafos especializados recuperarán trabajo y reconocimiento.