Un proyector ilumina la lección. Patricia lo tiene todo organizado. Ha llegado media hora antes para preparar la escena. Las sillas que circundan el aula van ocupándose. No es un colegio cualquiera. Por la ventana de Casa La Sarra entra el sol atardecido, el color vivo del otoño, el rumor del Cinqueta y la presencia imponente de la Peña de las Once. «Vamos a empezar repasando lo del último día», arranca la maestra venida desde Canfranc. Sus alumnos, aplicados, escuchan en silencio, atentos.

Se abre la puerta. Esteban llega tarde. Tenía faena. Se sienta en su sitio sin molestar y se arranca a hacer los deberes, un test para desvelar qué tipo de aprendizaje utiliza. Le echa un cable para encontrar las respuestas un compañero. Es Zacarías Fievet, el famoso ribagorzano del programa Entre Ovejas. «La fama es efímera. Lo mío son las ovejas», reflexiona. Él y Esteban son dos veinteañeros, alumnos y pastores, han decidido quedarse en el monte con los animales, rompiendo los mitos que desde la ciudad se extienden sobre su vocación.

Esta clase es un grito de orgullo por su labor, de amor a su mundo y de ruptura de falsos tópicos y menosprecios. La variedad de los 15 estudiantes del curso destruye cualquier idea uniforme de qué es un pastor. Ni están debajo de un árbol echando la siesta ni son seres toscos, solitarios y huidizos. Son personas. Cada uno con su vida. Nuevos pobladores o ancestrales, con estudios superiores o sin ellos, con pequeñas o grandes explotaciones. De todo, pero sin estereotipos.

Isabel está activa en clase. Es habladora. Y la única mujer, quizá aquí falle algo. Ama de casa, madre, esposa, suegra, hija y ganadera. Cada mañana va a la nave a ver a sus vacas, porque a los puertos ella no sube. Le encanta cuidar a los terneros, mimarles, quizá por «instinto maternal», dice. Un accidente de su marido les volteó la vida. Ella tuvo que decidir «o cambiaba de vida o llevaba yo el ganado». Al principio no fue sencillo pero recibió el apoyo de la comunidad. «En el pueblo estamos muy unidos. Personalmente he vivido una situación familiar complicada y fue entonces donde todos los ganaderos nos ayudaron», recuerda.

Las cañadas vertebran Aragón de norte a sur. No son muchos quienes conservan la tradición de la trashumancia. Ernesto Ferrer es uno de estos valientes. Mueve sus más de 2.000 ovejas y cabras de los puertos del Sobrarbe a las llanuras de la Hoya cuando llega la nieve a lo alto. «Ahora las tengo en Sariñena y Almudévar», explica.

No es sencillo encontrar profesionales que se hagan cargo de trasladar tantas cabezas. Ernesto tiene contratados a dos pastores marroquíes. «En su país tenían experiencia con 30 o 40 piezas. No es una profesión mal pagada, está al nivel de otras del sector, aunque sí se hacen más horas», confiesa.

Marcos Germán acaba de hacerse una casa en San Chuan. Era su sueño. No es sencillo. Él mismo trabaja en la construcción. Es del valle pero emigró a Huesca cuando su hermano tuvo que ir a estudiar. Pero él se veía asfixiado en la ciudad y decidió regresar al verde para retomar la vida de siempre. «Las ovejas que tenemos es por romanticismo, por no perder la finca que teníamos en casa, que hasta hace poco no entraba ni el tractor, lo hacíamos todo con caballo, guadaña y trineo», indica.

Tiene 45 ovejas, quizá no sean muchas, más bajo la premisa de la industria intensiva del llano. «Si te vas a incorporar a la PAC (Política Agraria Común) debes tener una inversión y para ser productivo necesitas un mínimo de cabezas. Este es otro modelo con menos ganado, sostenible, con beneficio para el medio ambiente y dar un producto de mayor calidad», afirma Marcos, quejoso de la pérdida de los mercados rurales, que sí persisten en la cercana Francia, y de la dura legislación que no permite la rentabilidad de rebaños más familiares. «Eso de los productos de proximidad que está de moda está aquí implantado de toda la vida. Son cosas que se han perdido por las prisas y el consumismo que impone la ciudad», dice con pesimismo. La crítica legal es compartida. «Estamos dejados de la Administración. No son las mismas normas para nosotros que para los que están en el llano», apostilla Isabel Bruned.

Esteban Peré sigue atento las indicaciones de Patricia. Se ponen en grupo para comprobar su nivel de asertividad, a saber expresarse y resolver conflictos. Trabaja de guarda en Sarga y se ocupa de las vacas y ovejas de su casa en Plan. «De mi generación la mitad se han ido, aunque algunos tienen proyectos para volver. A mí me gusta esta vida. Cuando me voy de vacaciones al quinto día ya quiero volver», dice a sus 27 años.

Empoderar su oficio es la voz común de todos. Por eso atienden con ganas, aprovechan la experiencia y creen que la Escuela de Pastores será algo positivo para el porvenir de su querida Bal de Chistau. «Nos parece que sabemos como tratar a las personas, pero siempre falta paciencia, saber cómo entrar a una persona y cómo enseñarle. Estamos aprendiendo a conocernos a nosotros mismos», insiste Isabel.

Sí que insisten que los que vengan a ser pastores tienen que tenerlo claro. «Esto es una vocación, te tiene que gustar. Nosotros lo aprendimos de nuestros padres. Un pastor tiene que saber muchas cosas que no se aprenden en dos días. Es un proceso de aprendizaje vital», afirma Ernesto. No puede ser una moda o un postureo. «Si vienen es con ilusión de aprender y para saber valorar el trabajo de ser ganadero y nuestro entorno», entona Isabel con orgullo.