La historia de España se está escribiendo, una vez más, con letras minúsculas.

Para haberla escrito con mayúsculas --como se merecería la ocasión, pues hablamos del relevo generacional de una dinastía monárquica--, habría que haberle dado la voz y la palabra al pueblo español, actual súbdito de la última familia Borbón reinante en Europa; súbdito, yo diría que bastante leal, del rey Juan Carlos y del inminente rey Felipe VI.

¿Por qué no se ha convocado un referéndum nacional sobre la sucesión en el trono y la continuidad dinástica? Supuestamente, por temor a perder dicho referéndum, o a no obtener un porcentaje lo suficientemente abrumador como para seguir asentando la Corona en sólidos cimientos. Pero... ¿de verdad alguien, algún asesor palaciego en algún momento temió perder esa consulta y por ello la desaconsejó? Erróneamente. Muchos estamos absolutamente seguros de que habría salido adelante y, con ella, el apoyo de un pueblo a su Jefe de Estado y Rey.

Se ha preferido, en lugar de las urnas, votar en sede parlamentaria, como dicen ahora los sedentes portavoces de los grupos. Y hacerlo aplicando el pacto mayoritario nacional que no se pudo orquestar para combatir la crisis económica ni otros temas de relieve patrio. Cerrando filas PP y PSOE en la proclamación del príncipe Felipe y confiando en que sus votos, por siempre jamás, no abran nunca la Cámara de los Diputados a la factible votación de una República.

Visto así, el mantenimiento de la Corona dependerá de los votos que obtenga en el Congreso. Pero ¿qué pasará el día en que PSOE y PP no sumen mayoría? ¿Y qué sucederá el día en que los socialistas dejen de proclamarse coyunturalmente monárquicos para plantear al país la conveniencia de instaurar la III República?

De resultas de todas estas operaciones de salón, y de una proclamación casi a puerta cerrada, sin presencia extranjera, la Monarquía española saldrá, temo, debilitada, porque se acoge a lo circunstancial, a lo contingente, y liga su futuro a la matemática de las Cámaras de represen-

tantes, con el riesgo que eso supone. Ni el Rey representa a los partidos ni éstos al Príncipe ni al Rey. Fingir que es así, tomar la parte por el todo, en sinécdoque, es escribir, ya digo, la historia de España con letras minúsculas, sin capitulares y con demasiadas figuras retóricas.