El Príncipe de Asturias ha dejado de serlo para pasar a ser el Rey de España, aunque no sé yo si de de todos españoles. Mejor, en cualquier caso, tomar el todo por la parte, aunque hubiese partes del Estado y del país --País Vasco, Cataluña, partidos de izquierda y republicanos-- que se abstuvieron de asistir, aplaudir o proclamar otra cosa que su disenso. PP y PSOE se encargaron de cerrar filas.

El Rey se dirigió ya como tal a las Cortes generales del Reino en un acto que estuvo tutelado por el presidente del Congreso, Jesús Posada, un político que a unos parece entrañable y a otros, entre los que me cuento, decimonónico.

Felipe VI tomó la palabra para vertebrar un discurso puramente institucional, en el que, no obstante, trató de deslizar algunos conceptos no tanto renovadores como dinamizadores.

A la cultura, por ejemplo, le dedicó unos párrafos, comenzando por un reconocimiento y homenaje a las lenguas peninsulares y concluyendo por un canto al conocimiento y a la investigación. Palabras que habrán despertado, supongo, reacciones encontradas entre los rectores de las Universidades Públicas españolas, asoladas por los recortes, y entre los investigadores, cuyos medios se han reducido drásticamente justo cuando más alto apuntaban sus objetivos.

América, en mayor medida que Europa, ocupó el capítulo internacional del discurso real. Lógicamente, pues la proyección de la Corona española es mucho mayor en los países de habla hispana que en la vieja Europa, donde monarquías como la nuestra no dejan de contemplarse como una extensión del cuerpo diplomático, o como una imagen entre sofisticada y folclórica de sus países de origen. América, en cambio, es territorio abonado a una mayor influencia de nuestros reyes, capaces, allí y en las monarquías del Golfo, de abrir horizontes económicos.

El resto, las apelaciones a la unidad patriótica, al respeto de nuestra convivencia plural, al acatamiento de la Constitución, a la ejemplaridad de nuestra Transición política y a la responsabilidad de las instituciones no dejó de ser perfectamente previsible. El punto emocional lo pusieron las infantas, en especial Leonor, nueva Princesa de Asturias, y los miles de ciudadanos que en las calles de Madrid desearon a Felipe y Letizia un feliz reinado. Así escriben la historia.