En una reciente cena de escritores coincidí con Ignacio del Valle que uno de los tres mejores cuentos jamás escritos podría ser Bienvenido, Bob, de Juan Carlos Onetti. Para comprobarlo, en un taller literario sugerí a sus miembros una lectura en voz alta del relato. A medida que éste avanzaba, el silencio en el aula se iba haciendo más profundo y una mezcla de subyugación y congoja atenazaba a los presentes. Bienvenido, Bob habla del tránsito de la adolescencia a la madurez, de cómo alguien que perdió la inocencia y la esperanza aguarda a que al otro le vayan abandonando las fuerzas e impulsos propios de la edad juvenil, hasta refugiarse con él en la rutina de los días y juntos compartir la impotencia como elemento esencial de la vida.

Traducido al presente, un poco lo que Mariano Rajoy querría en su silencio decirle a Mas, tal que en su día se le dijo a Ibarretxe, aquel otro impulsivo joven colmado de errores: Bienvenido, Artur, al lugar donde la vida política es intrascendencia y sosiego, donde nada ocurre, salvo el acto mecánico de estar.

En la Casa de América, en Madrid, se está celebrando una exposición sobre Juan Carlos Onetti, que visito con Carmen Romero, la brillante y eficaz editora de La Trama, Ediciones B. El gran escritor uruguayo murió hace veinte años, tras unos cuantos de residencia en la capital de España junto a su esposa, Dolly Muhr. Aquí escribió sus últimas novelas, como la magnífica, y muy olvidada, como prácticamente todo el resto de su obra, Dejemos hablar al viento.

Me comentaba Del Valle, y también coincidíamos, que Onetti había influido poderosamente en el comienzo de su carrera literaria, pero que ese magisterio se le había ido diluyendo con el paso del tiempo. Quizá porque absorbimos de golpe su ciencia narrativa, su capacidad de sugerencia y elipsis para alzar mundos que se desplomaban sobre el alma de Faulkner, de Dostoievski, de Roberto Artl, personajes que eran como golpes sonoros en un sótano, ecos de una desesperanza antigua, ofrendas a la energía y a la carne. Yo también me arrodillé frente a ese altar donde se adoraba el corazón herido del hombre, para alejarme hacia lugares donde alguna vez sale el sol, donde todavía hay acción, deseo, una rendija de felicidad. Sin dejar de pensar que, en el fondo, y nada alegraría tanto a Rajoy, Onetti tenía razón.