La semana eclesiástica ha sido rica en acontecimientos, incluyendo la toma de posesión de un nuevo obispo, Vicente Jiménez (Zaragoza), y el nombramiento de otro, Ángel Pérez Pueyo (Barbastro--Monzón).

A éste útimo, y también al primero, le va a tocar seguir lidiando con el ya histórico pleito de los Bienes de la Franja. Una vergonzante y bochornosa situación de expolio institucional sostenida desde hace décadas con la mezquina complicidad de CiU, los obispos catalanes y otras fuerzas vivas del vecino condado.

El Partido Popular de Aragón, que había venido ejerciendo, en la oposición, una fuerte campaña en favor de la restitución de las piezas artísticas a sus legítimas parroquias, creía tener en la mano las llaves de la devolución, pero va a concluir la legislatura sin haber entornado una puerta que no se abre ni con las llaves de Pedro.

Luisa Fernanda Rudi ni siquiera ha conseguido hablar de este asunto con Artur Mas en toda la legislatura. Las cosas se complicaron más para el Gobierno de Aragón al negarse el obispado de Barbastro--Monzón a renunciar a la propiedad de las obras en favor de una demanda civil que sentase en el banquillo a los cuatreros del Segre, así monten ensotanados.

Esta incomprensible actitud de la iglesia aragonesa se explica con lúcida rotundidad en una de las novelas más formidables del hercúleo Emile Zola, Roma. En sus páginas, el narrador nos invita a asistir a una misa en el Vaticano oficiada por el Papa León XIII. Con decenas de miles de enfervorizados fieles arracimados en el interior de la basílica, entre la suntuosidad de los mármoles y las gigantescas estatuas de apóstoles, santos y profetas, el Santo Padre ejercía sus funciones como verdadero señor del cielo y de la tierra. Como Augusto, nos recuerda Zola, el único césar en reunir en sí la condición de rey y pontífice y, por tanto, de gobernar sobre cuerpos y almas. Por la emulación a los césares, los Papas no podrían renunciar a la titularidad de su Estado ni a la propiedad de las obras maestras que nutren los museos del Vaticano. Una Iglesia que renunciase a la propiedad de sus bienes, reflexiona Zola, dejaría de serlo para diluirse entre otras fuerzas espirituales desprovistas de cimiento material.

En cualquier caso, los nuevos obispos aragoneses harían muy bien en leer o releer a Emile Zola. Y en llamar o en rellamar a Artur Mas.