“Recuerdo perfectamente el primer viaje al hospital después de (Pedro) Sánchez decretara el estado de alarma en marzo. Normalmente viajamos juntos en coche hasta Barbastro, pero ese día no sabíamos si se podía, así que fuimos separados. Era de noche, había niebla y por la carretera las señales luminosas nos decían: ‘Estado de alarma, prohibido circular por carretera’. Fue como una película de miedo. Lo tengo grabado”. Habla Laura, una médico del hospital de Barbastro, que prefiere no desvelar su nombre real. Su historia es un ejemplo de cómo estos diez meses de pandemia está marcando, a veces de por vida, la carrera de muchos profesionales de la Sanidad.

La sensación de que todo iba a desbordar se vivió en todos los ámbitos y en todas las áreas, no solo en el personal de primera línea. En el laboratorio de Microbiología del Servet, cuentan, por ejemplo, que lo peor fueron los inicios. “No estábamos preparados. La presión era muy grande para que salieran los resultados rápido y salieran bien. Nos fastidiaba cuando la gente se quejaba porque los resultados tardaban pero no se conoce el trabajo interno que llegó a haber, explica otra profesional, P. P. Al trabajo diario se le juntaba también “el tener que sacar positivos a amigos y familiares”. “Nunca habíamos hecho guardias en Microbiología y la pandemia lo ha conseguido. Trabajamos 24 horas siete días a la semana”, añade.

Una vez preguntas las respuestas se suceden: “La de veces que he salido llorando de una guardia, yo muchas…”. Laura, que es médico digestivo, cuenta que una de las peores consecuencias de la pandemia es tener que enfrentarse con lo desconocido. A todos los especialistas de diferentes áreas los pusieron a hacer guardias aunque no fueran expertos en enfermedades respiratorias como el covid. Un dermatólogo podía estar atendiendo a un paciente que se estaba ahogando por una neumonía bilateral.

“Al principio todos remamos hacia adelante, había miedo pero también mucha adrenalina”, cuenta. Pero la motivación ha dado lugar al “enfado cronificado”. “Te das cuenta de que es malo para ti mismo estar cabreado con los que no cumplen las normas pero… Es que, ¿por qué ola vamos ya?”. Esta misma sensación la explica Ana Millán, una enfermera de la uci de Traumatología del Miguel Servet que lleva 21 años entre pacientes críticos. “La sensación ha cambiado. Al principio sentíamos miedo, pero ahora en el trabajo me siento segura. Es mi burbuja. Pero todo falla. Falla porque la gente no se comporta”, cuenta.

El drama de no despertar

“¿Sabes la de veces que hemos llorado haciendo videollamadas con pacientes y sus familias? Les peinábamos y les sujetábamos la cabeza sin que se notase para que tuvieran mejor apariencia. Ahora ya no lo hacemos. Ven la cruda realidad, como nosotros”, relata esta enfermera que muestra sin tapujos su decepción. Si no aprendemos en momentos como estos, “no lo haremos nunca”, dice, y cree que se ha demostrado que “los aplausos a las ocho se daban por aburrimiento”. El mejor apoyo a los sanitarios sería limitar contactos para frenar el ascenso de los ingresos.

Habla ahora otra médico intensivista del sistema sanitario aragonés: “Hay momentos que se me quedarán gravados para siempre y que describen el horror que estamos viviendo. Uno es cuando le dices al paciente que su enfermedad no va bien y es necesario dormirlo e intubarlo. Antes de la pandemia lo frecuente era que el paciente no supiera exactamente qué significaba eso. Ahora, todo eso ha cambiado y nos toca ver el miedo en sus ojos. Si su situación clínica aún se lo permite, les dejamos llamar por teléfono a su familiar más cercano, y créeme, oír esas conversaciones, esas despedidas, esos miedos... Es horrible. Sobre todo cuando a ti, acto seguido, te toca intentar sonreír levemente debajo de la mascarilla para intentar decir palabras que consigan transmitir paz. Al fin y al cabo, eso es lo último q va a escuchar en mucho tiempo. Y tú solo quieres llorar, sobre todo cuando es la cuarta o quinta vez que lo haces a lo largo de una guardia...”. Un recuerdo que marca de por vida.

Cabe destacar que las personas que no han querido desvelar su nombre en estas líneas son médicos eventuales, es decir, que no tienen plaza fija a pesar de llevar años trabajando para el sistema aragonés de salud. En su situación, cuentan, la discreción es importante. Otro elemento más que añadir al medidor del estrés.

Fuera de los centros hospitalarios, los trabajadores de las residencias han sido testigos de otro de los horrores de la pandemia: ver como sus mayores, a los que conocían desde hace años en muchos casos, morían uno tras otro sin poder evitarlo. No es el caso de la residencia municipal de Utrillas, en donde el covid no ha dejado víctimas, a pesar de que la enfermedad sí que ha afectado a algunos residentes. Vanesa Yuste es enfermera en este centro, que se sitúa en una de las zonas de Aragón que más casos está notificando en las últimas semanas.

“Yo estoy ahora de baja por maternidad, pero hemos pasado unos meses muy duros y de mucha tensión”, dice también. Lo peor era, en parte, la sensación de culpabilidad de “poder contagiar a los residentes” y la “incertidumbre” de no saber dónde estaba el peligro. “Aunque no haya habido muchos problemas hasta ahora tú ves cómo decae el estado del ánimo de los mayores. No tienen tanta relación con sus familias y eso les afecta. Y a nosotras también, claro”, explica Yuste. A pesar de todo, tanto ella como el resto de personas que han participado en este reportaje, no se plantean dejar su profesión: “Hay veces que piensas si de verdad has estudiado para esto, para sufrir así. Pero también nos hemos hecho más fuertes”.