No sé usted, pero servidor anda bastante cansado de tanto «gurú suelto», y eso que estamos confinados. Basta con tirar una piedra para que salte un mentor, un guía o, si lo prefiere en un lenguaje más cool, un coach. Si no me cree abra cualquier periódico o pinche en el enlace de cualquier medio y verá cómo proliferan por doquier todólogos expertos en cualquier ámbito de la vida, excepto en la humildad, claro está. El secreto de su éxito es proporcional al número de fieles seguidores, el cual se incrementa exponencialmente conforme gana en renombre. Se trata del triunfo visible, mostrable y perceptible por los demás. En el caso de la educación este fenómeno no es algo nuevo, pero sí que es verdad que en los últimos años ha alcanzado cuotas que hace bien poco parecían inalcanzables. No hay profesor que se precie que no haya sufrido la bochornosa experiencia de haber escuchado frases del tipo ¿no conoces al gurú X?, ¿y tú te llamas educador?

Parece que a día de hoy la clave para ser un buen profesor sea conocer a menganito o fulanito y comprarle su fórmula mágica, aunque esta se halle repleta de recetarios del año la tos, sin ningún tipo de ingredientes, pero con un sinfín de condimentos vagos y generalistas. Por cierto, en toda mi experiencia de profesor puedo haber conocido a compañeros y compañeras que se me han estimulado más o menos con sus metodologías y perspectivas, pero nunca he conocido a alguien que no pretendiera ser buen profesor. Porque si es cierto que el profesorado siempre tiene que estar dispuesto a renovarse es igual de necesario que sepa identificar a los charlatanes que fundamentan sus conocimientos en su capacidad de vender técnicas educativas al mejor postor, aunque estas sean más antiguas que la propia escuela. Y es que los hay capaces de adornar metodologías existentes hace decenas de años con nuevos precintos, pero sin aportar nada que no sea más confusión.

¿Cómo reconocerlos? Generalmente tienden a escupir un repertorio repleto de siglas y anglicismos -STEM, ABP, learner satisfaction, learnlife, chatbot, design thinking, flipped classroom y un largo e interminable etcétera- no tanto para dar herramientas al educador como para demostrar lo que uno sabe. Luego, a la hora de la verdad, cuando se recibe el enésimo curso, pocos son los que resuelven las dudas del profesorado porque probablemente no tengan la más remota idea de cómo hacerlo. Insisto, no pretendo desenmascarar tal o cual metodología ni cuestionar todos los profesionales que se dedican a impartir metodologías a los profesores, más bien cuestionar a todos aquellos profetas capaces de, por ejemplo, decir al profesorado que hay que rehuir de clases magistrales y en contradicción lo argumenten desde una clase magistral, los que aman perder el tiempo y que lo pierdas con ellos al explicar conceptos igual de evidentes que de vacíos del tipo «los alumnos son personas, también sienten» o peor, los que, por no saber, no saben ni lo que dicen.

‘Experto’ de turno

Dentro de la amplia amalgama de resabidos, en muchos destaca un mismo denominador común, a saber, el desprecio del conocimiento del profesorado. Así por ejemplo si se da una clase de, pongamos por ejemplo gamificación, es posible que el orador de por sentado que el profesor por no jugar no ha jugado ni a las canicas. De poco servirá que uno tenga un vasto conocimiento sobre el tema, se haya adentrado en la obra de Johan Huizinga Homo Ludens (El hombre juega) -escrito, merece la pena el dato, hace más de ochenta años- o haya estudiado el aprendizaje con dinámicas de juego del primer Kindergarten -jardín de infancia- llevado a cabo por Friedrich Fröbel allá a principios del siglo XX -sí, hace ya cerca de cien años- o simplemente practique juegos en el aula desde que comenzó a ser profesor, si el experto de turno da por sentado que no sabe nada. Es posible que ese mismo sabelotodo a quien sus palabras suliveyan desconozca que brindar ciertos conocimientos -en el caso de que se tengan- no es alzarse para observar la pequeñez del resto, sino hacer que el resto se alce sin necesidad de empequeñecer a nadie.

En cualquier caso, la mayoría de los gurús educativos no solo se caracteriza por pedir veneración máxima a sus postulados a modo de axiomas de «infalibilidad pontificia» sino por recordar al respetable lo imbécil que resulta en oposición a él, verdadero conocedor y valedor de la educación. Una perspectiva que no deja de ser un reflejo de una sociedad en la que prima el postureo -a costa del propio yo- y en la que se menoscaba la comunidad, para subrayar lo individual. Por desgracia, mucho me temo que el yoismo -tal y como anuncia cierta marca de cuyo nombre no quiero acordarme- ha llegado para quedarse.

Personalmente, reconozco que dentro de la heterogeneidad de gurús tengo preferencia por dos modelos: el que nunca han enseñado en colegios y dedica su vida a mostrar cómo ser un buen profesor y él que en su momento fue uno más y acabó por huir de ese mundo en aras de compartir sus proezas. Del primer grupo abundan los cercanos a políticas de recursos humanos y a la mercantilización de la Educación, expertos en mesarse las barbas y considerar que la competitividad es la base del sistema. Del segundo, destacan los que cuentan en cada una de sus intervenciones cómo se «sacrifican» en sus múltiples viajes y charlas al haber abandonado el que, sin lugar a dudas, fuera el mejor tiempo de su vida. Sí, a mí también se me ocurre un anglicanismo para dicho servidor de causas ajenas: get lost!

La injusticia social

En estos días envasados al vacío los modelos de «innovador hiperactivo» (cuantas más plataformas y actividades se manden, mejor) e «innovador heroico» (empeñado en mostrar a todo el personal lo mucho que trabaja en oposición al resto) se multiplican. Se trata de una tipología influenciada por el dogmatismo de lo inmediato que por lo general se retroalimenta y que en esencia no conduce a una mejora global del sistema educativo; es más, con frecuencia se limita a contribuir a la frustración del docente y del alumnado. Y así nos va. Basta con echar un vistazo a las redes sociales para hacerse cargo de la situación: profesorado y alumnado desbordados por la carga adicional de trabajo y frustración ante la ausencia de recursos. No nos engañemos, el reto educativo en el confinamiento no es implementar determinadas plataformas.

El verdadero reto es el mismo de siempre: poder hacer frente a las desigualdades. Pretender que un sistema educativo a distancia sea igual de satisfactorio para todos los estudiantes es una fantasía abocada a la frustración. Es casi tan absurdo como pensar que esas desigualdades no se daban en el aula, y digo casi, porque es posible que en ese espacio no fueran tan evidentes, pero estar, estaban. La injusticia social, por muy obvio que suene, es un problema que no empieza y acaba en el aula, sino que por su condición estructural se vincula a políticas sociales y económicas, pero también a proyecciones individuales e interacciones cotidianas. Es una realidad global que nos afecta a todos, como parte de ella que somos, pero también como responsables. La educación puede y debe interpelar a la responsabilidad y a nuestra participación en esa injusticia social, pero no es la única encargada en cumplir esa función.

Por todo ello, más que un momento excepcional para poder cuidar las emociones o hablar de solidaridad es un momento de reflexión. Porque argüir a esa excepcionalidad implicaría que antes no se trataba esos temas y posibilitaría la duda sobre si el profesorado cuidaba las emociones y la capacidad empática del alumnado. Todo profesor con una mínima perspectiva ética será consciente hoy igual que ayer que ese es precisamente su cometido fundamental. Por ello, más que un momento excepcional para tratar la igualdad y ciertos valores éticos es un momento de reflexión sobre el cómo: cómo lo hemos hecho, cómo lo hemos priorizado y cómo mejorar.

Cabe pues rehuir de profesores que disparan al aire cual llaneros solitarios y volver a la comunidad para generar espacios de reflexión que permitan ahondar en estas problemáticas desde sus experiencias y conocimientos y así, entre todos, repensar la educación y proponer soluciones. Porque también son muchos los educadores que no siguen con fidelidad al gurú de turno entonando «todos somos contingentes, pero tú eres necesario». Los hay que prefieren escuchar a sus compañeros, a los que tienen experiencia por sus conocimientos y a los nuevos que rebosan energía y vitalidad, conscientes de los beneficios del «nosotros» frente al «yo».

Termino con una única recomendación tras, lo confieso, haber podido exorcizar mediante estas líneas, a saber: trabaje o no en el sector de la educación, vaya al «rincón de pensar», «desconecte para conectar» y puestos a repetir un mantra que sea «no confiaré en los vendedores de humo». Eso sí, guárdese algo de humor para poder sobrellevar el vendaval. Ya sabe, mejor algo de humor que de humo y, al fin y al cabo, tal y como diría José Luis Cuerda, «amanece, que no es poco».

P.D.: Querido docente: «¡Tú eres el auténtico mesías! Lo sé, porque yo he seguido a muchos, y entiendo de esto». (La vida de Brian, una de las obras que más juego da antes, durante y después de Semana Santa).