Para las buenas gentes de orden, la solidaridad consiste en redistribuir la riqueza dándosela a quien mejor le aproveche. Por ejemplo: los caóticos congoleños deben poner sus diamantes, uranios y metales raros a disposición de las pobres multinacionales norteamericanas, que a cambio ya les facilitarán algún armamento moderno para que aquellos angelitos negros dejen de matarse a machetazos, como salvajes. ¿Lo entienden? Es sencillo: los brasileños e indonesios comparten la madera de sus selvas con japoneses y yanquis; los sudamericanos venden barato el café, el cacao e incluso la pasta básica de cocaína para que los consumidores occidentales disfruten un poquito de la vida a precios razonables; los del Sur regalan sus recursos naturales a los del Norte, los pobres pagan los vicios de los ricos y Aragón suelta el agua de sus pantanos e hipoteca sus demandas actuales y futuras para que en el Levante cuezan las verduras, rieguen los invernaderos y sobre todo, sobre todo, unos cuantos listos se hagan multimillonarios urbanizando a diestro y siniestro. Es ley de vida.

Para ser solidario no basta con concesiones fáciles, como albergar el campo de tiro y maniobras militares más extenso de Europa, exportar energía a tutiplén, arrastrar un apabullante déficit en inversiones públicas o haber quedado fuera de los Fondos europeos para el Objetivo 1 (que sin embargo si beneficiaron, ¡y cómo!, a nuestros queridos vecinos levantinos)... No, eso es calderilla. Hay que inundar unos cuantos pueblos más, reducir los míseros caudales ecológicos de nuestros ríos, ceder los mil y pico hectómetros cúbicos sin poner mala cara, comprarse un apartamento en Alicante y, por supuesto, reivindicar que las inversiones de la UE, en vez de destinarse a caprichos egoístas como el túnel por el Vignemale, se dediquen a fabricar la tubería hasta los campos de golf mediterráneos. Oye, lo que haga falta. Como dicen los ministros, hay que ser solidarios.