Laura vivía en New York, era una niña inocente, simpática, dulce, cariñosa…

Cuando tenia tres añitos sus padres discutían a menudo, hasta que decidieron divorciarse.

Laura al principio estaba confusa, no sabía qué había pasado, pero poco a poco se fue acostumbrando, hasta que a los siete un juez dio la justicia a su mamá. Para ella era raro no ver nunca a su padre; lo veía todo extraño, pero al final se acostumbró.

A los diecisiete su madre murió y fue a vivir a California con una tía. Las dos lo pasaron muy mal, pero lo superaron.

Llegó su primer día de instituto. Se sentía muy unida a sus compañeras de New York, pero se tuvo que hacer a la vida en California. Al principio se sentía un bicho raro, porque había pasado de ser la más popular del instituto a una simple chica nueva.

Una joven llamada Marta la recibió genial: el primer día ya se había ganado una buenísima amiga. Tras siete meses de estudio y risas, llamó su padre para que se volviese a New York, pues había recuperado la custodia. Embarcó en el avión y a mitad de vuelo se estrelló con una gran montaña. Milagrosamente fue de las pocas personas que se salvaron, aunque le costaba mucho respirar. Esa madrugada, sintió que su madre le llamaba, y fue a reunirse con ella.