Aunque agosto siempre es agosto, la temporada turística viene floja este año. Lejos desde luego del overbooking que nos deparó el estío del 2002, cuando a mediados de este mismo mes la gente sensible huía de las playas harta de codazos, pisotones, atascos y de hacer cada tarde-noche una hora de cola para comer pizza requemada a precio de langosta.

¿Qué pasa? Pues fácil, queridos compañeros de viaje, que los destinos turísticos españoles son muy caros, han perdido encanto, tienen tendencia a la saturación y su oferta hostelera suele ser más bien mediocre. Por la mitad de lo que cuestan diez días de playa en nuestra atribulada costa mediterránea, el personal avisado se va al Caribe, a Méjico o Santo Domingo, a la búsqueda de nuevos paraísos que tal vez no lo sean tanto como presumen los folletos de las agencias, pero al menos resultan novedosos y más económicos.

España ha quemado ya buena parte de sus inmensas y magníficas posibilidades como destino turístico. La exagerada urbanización de la costa (ahora le toca el turno a la montaña), la destrucción de los espacios naturales, la sustitución del paisaje por aquaparks y campos de golf, la apuesta por la masificación y, en fin, todas las acciones destinadas a agotar la fórmula mar y sol están derivando en la insostenibilidad. Cuando ves playas que fueron hermosísimas abrumadas hoy por inmensos bloques de apartamentos, repletas de una muchedumbre inabarcable y ofrecidas como destino a la chusma europea adobadas en alcohol barato y discoteca hasta el amanecer, es fácil entender que el negocio está a punto de dejar de serlo, sobre todo cuando los precios no pueden competir con otros destinos emergentes.

La alternativa es aquilatar los costes, cuidar la oferta, profesionalizar los servicios, mimar al turista, recuperar el medio ambiente, cortar de cuajo la superexplotación de los recursos naturales... Pero me temo que en bastantes lugares ya es demasiado tarde.