El tiempo nos acuna, nos abraza y nos despide... ¿Pero qué es el tiempo? ¿Compañero o verdugo? ¿Amigo de eternas noches iluminadas o despertador de infinitos amaneceres que se van ensombreciendo? ¿Altruista mecenas de inoxidables esperanzas o insensible recaudador de ilusiones rotas? Tiene forma de viaje sin horizontes pero con estaciones que te cobran imperceptibles peajes al principio, caros tributos según se oxidan los raíles. ¿Existe el tiempo o sólo es un espejo que prueba nuestra existencia? El ser humano lo devora y lo añora; le pide prórrogas y le ruega piadosa eutanasia. Estudia cómo vencerle y se rinde tarde o temprano encarcelado en esa esfera imaginaria que palpita sin corazón. Porque el tiempo carece de sentido, de sentidos. Fría y calculadora bruma en un callejón sin salida, nube de nuestra propia angustia vital. No merece la pena perder el tiempo porque ésa es su gran victoria, nuestra terrible derrota: creer que es quien dicta el destino que pertenece en exclusiva a nuestro tiempo, tesoro sin límites.