Toda la vida pública aragonesa gira en torno a las decisiones, las declaraciones, los humores y las idas y venidas de los políticos, particularmente de los que gobiernan. El fenómeno se acrecienta en Zaragoza, donde la presencia física de las grandes instituciones se combina con el oficialismo soterrado de las organizaciones sociales más características (con las patronales a la cabeza). ¿Sociedad civil?, dicen ustedes. Bueno, empiezo a pensar que tal expresión corresponde a una entelequia inaprensible. Algo así como cuando nos dio por hablar a todas horas del corredor del Ebro , y de puro fantasear al respecto muchos acabaron por creer que el susodicho corredor era un atlético señor que iba y venía a la carrera por las riberas del río.

Conste que este exagerado protagonismo de los políticos no es tanto manía o afán de ellos mismos como el fruto de un consenso general, que por cierto los medios de comunicación traducimos al pie de la letra. Hemos decidido que gobiernen ellos, y los demás... a mirar y criticar. Así la perezosa ciudadanía puede disimular sus propios fallos y carencias o achacarlos a las mandamasas y los mandamases.

Los políticos aragoneses han acabado por convertirse en los intérpretes exclusivos de la realidad presente y futura, que suelen explicarnos escudriñando en las estadísticas como los antiguos arúspices en las tripas de los corderos. Y si las estadísticas son de materia macroeconómica, mejor que mejor. Ahora mismo vivimos inmersos en una oleada de optimismo inducida desde el Gobierno aragonés (también desde el expo-Ayuntamiento de Zaragoza) a propósito del crecimiento del PIB, el descenso del desempleo y otras maravillas que aparecen como verdades reveladas en los estudios de fundaciones financieras o de los propios servicios institucionales. Uno se queda con la duda de si todas esas bondades se corresponden con la vida real, con el particular desarrollo de las gentes, con la modernización de los procesos productivos, con el espíritu de iniciativa, con la sostenibilidad, con la calidad de vida y, en fin, con todas esas cosas cuya gestión hemos delegado, ¡ay, madre!, en nuestros benditos y zarandeados políticos.