«Ni pude cogerle la mano mientras agonizaba, ni darle el último beso. Era mí madre, mí madre». Unas angustiosas palabras verbalizadas por una zaragozana a este diario que resumen a la perfección una de las caras de la pandemia del covid-19, ese virus que ha asolado las residencias de ancianos de todo Aragón. Las familias no pueden acompañar a sus enfermos, pero tampoco velarlos. Cuando ya no haya más fallecimientos ni contagios, el problema será una cuestión de salud mental. Las cenizas del coronavirus.

A María le llamaron la semana pasada de la residencia de ancianos en la que estaba su madre, de 89 años, para decirle que estaba con algo de fiebre, que la iba a mirar el médico y que esperaban que remitiera. A la mañana siguiente le dijeron que ya estaba mejor. Un respiro de tranquilidad, porque el estado de alarma ya había sido decretado por el Gobierno de España y no podía ir a visitarla, tal y como hacía todas las mañanas.

Todo se torció a la jornada siguiente cuando volvió a recibir otra comunicación. «Me dijeron que seguía la fiebre, que tenía problemas para respirar y que era necesario trasladar a un centro sanitario», recuerda.

Ingresó en el hospital y durante dos días, mientras se debatía entre la vida y la muerte, los resultados de la prueba del coronavirus no llegaban. Finalmente, confirmaron el peor de los presagios en las puertas del fin de semana.

Sin llamada

En esa misma conversación, el médico les explicó que iban a hacer todo lo que hiciera falta, relata María, quien añade que les señaló que durante el sábado y el domingo no podrían llamarle para actualizar su estado». Estaban desbordados.

Una situación que, tal y como reconoce, «se admite porque sabemos el esfuerzo que están realizando los sanitarios», pero que ahondan todavía más la angustia que sienten porque durante dos días ni pueden ver a su ser querido ni saber cómo está. La madre de María acabó falleciendo a principios de semana, sin poder despedirse de ella en su último aliento de vida.

Por si fuera poco, la crueldad del coronavirus también impide darles un último adiós. En Aragón, a diferencia de otras comunidades no se obliga a la incineración, pero lo que sí está prohibido es velar a los fallecidos. En el cementerio municipal de Torrero se entierran los primeros. A las 07.00 horas de la mañana.

Ese día las familias como la de María tienen que velar a sus seres queridos desde la distancia y con la esperanza de que todo esto acabe pronto y poder ir a visitarlos y en otros casos poderles realizar un funeral. El frío mármol de las lápidas se llenarán de los besos que en su día el covid-19 les arrebató.

Para el presidente de la Sociedad Aragonesa de Psiquiatría Legal, José Carlos Fuertes Rocañín, esta forma de actuar es justificable por razones de salud pública porque «se ha primado frente a las consecuencias mentales que va a provocar». Fuertes Rocañín señala que estos familiares sufren doblemente. «Al aislamiento impuesto que marca el confinamiento en casa, que provoca estrés o angustia que puede traducirse incluso en reacciones físicas, se une la falta de duelo», afirma, mientras añade que estas personas «sufren frustración y aparecen los sentimientos de culpabilidad que derivan en preguntas obsesivas». «Todas estas personas sufrirán estrés postraumático similar al de las catástrofes naturales o accidentes», añade.

Pero, ¿cómo hacerle frente? Este especialista asegura que una situación de estas características no sucede desde la guerra civil y que hay que remontarse a entonces para aplicar soluciones parecidas. «Hay que dejar en manos de cada persona qué hacer cuando el estado de alarma se levante, no hay que forzar el ir al cementerio, pero si aplicar la razón ante el desasosiego y refugiarse en el cariño del colectivo».