D icen los datos que, tímidamente, los españoles estamos recuperando el consumo de vino. En 2016 así fue tras una pérdida de bebedores desde hace décadas. Siendo uno de los mayores productores del mundo, a la hora de disfrutar del mismo nos situamos a la cola de la Unión Europea, con un promedio de litro al año por español. Y eso que aquí sigue siendo barato.

Son muchos los factores que han impulsado el fenómeno, algunos quizá ajenos al sector, como la cerveza, que se ha impuesto como refresco y sigue promocionándose potentemente. Pero la mayoría son endógenos. A la par que la transición el vino se convirtió en objeto de prestigio, de distinción y de pijerío. Pasó de alimento a tendencia, como se dice ahora, con lo que las nuevas generaciones, al contrario que en el resto de Europa, lo consideraron viejuno y prescindible. De hecho, los pocos estudios de consumo que se han realizado en España hablan de mediada la treintena cuando se comienza a disfrutar del placer de vino.

Por ello hay que desmontar mitos y viejas costumbres. Ahora que sufrimos el calor nada impide pedir el vino bien fresquito, de la nevera sí. O combinarlo con sifón, gaseosa, agua de vichy... incluso añadir un cubito. Cualquier cosa menos sufrir la penosa ingesta de una copa de vino a treinta y tantos grados.

Hay que volver a disfrutar con el vino. Con ese impresionante que exige más que pide una copa riedel y un esmerado servicio, pero también mezclado con coca cola, si así nos place. Los mismos que marcan modas y reclaman ‘seriedad’ no tienen reparos en añadir un cubito de agua del grifo al mejor whisky de malta. Seriedad, señores.

Bebamos vino, incluso con moderación, pero siempre atendiendo a nuestras preferencias y el placer. Afortunadamente las bodegas, incapaces de aliarse para un promoción genérica, colocan en el mercado una amplia variedad de vinos. Basta indagar un poco para descubrir cuál nos agrada más. Lo tiene al alcance de su paladar.