"Se ha hablado de que en el pozo de San Lázaro hay corrientes que van a parar al mar. ¿Leyenda? ¿Realidad? Lo que sí es cierto es que el lugar resulta muy sugestivo y que quedan muchos puntos desconocidos". Así comenzaba la crónica del desaparecido Noticiero de Zaragoza la gran hazaña que estaban a punto de realizar las primeras personas que consiguieron bajar al pozo y volver vivos.

No habían pasado ni cuatro años desde que el autobús cayó al río (ahí seguiría hasta 1981), cuando "un grupo de locos" iba a aventurarse a bajar al pozo para depositar una imagen de la Virgen del Pilar. Precisamente, el 12 de octubre de 1975 se logró lo que parecía imposible: descender y volver a subir. Aunque la Pilarica se depositaría el 19 de octubre.

Tres hombres fueron los primeros en bajar a las profundidades: Manuel de la Figuera, Alberto Marquet y José Miguel Buesa, mientras Luis Navarro y José Luis Aguirre les dirigían en una barca encima de ellos. Todos ellos del Club Aragonés de Actividades Subacuáticas, excepto Aguirre, del Centro Espeleológico Aragonés.

La operación comenzó sobre las cinco de la tarde. "Había tanta corriente que la embarcación se nos marchaba", recuerda Marquet, que entonces tenía 23 años. "Todo el mundo que se había echado a sus aguas hasta entonces había muerto. En aquel momento todo eso de que conectaba con el mar estaba vigente", añade.

Llegó el momento. Sin cuerdas, porque la corriente era muy fuerte y podían enredarse. Tan solo agarrados de la mano y sujetos a un cabo que había tocado fondo y por el que se guiaban para no desorientarse. Era cierto lo que decían: a medio metro hay oscuridad absoluta.

"Los primeros metros fueron los peores", recuerdan Marquet y De la Figuera. Era lógico: por esa parte estaba el cauce natural del río y la fuerza de la corriente. Tras pasar los primeros ocho metros del cauce natural, llegaba la tranquilidad. "Nos sorprendimos: había una calma absoluta".

Los alrededor de 10 metros restantes los bajaron despacio. Una vez abajo, comenzaron una exploración circular, a ciegas, para ver qué encontraban. Poca cosa: un tronco de árbol y algún que otro desperdicio. ¿Y del autobús? Ni rastro. No estaba allí. Descubrieron que, en realidad, se había quedado cerca de él, pero sin llegar a entrar: en una de las primeras mesetas de bajada.

Fue la primera inmersión, en la que pudieron hacerse una idea de cómo era el pozo por dentro. Encontraron un buen lugar donde entronizar a la Virgen del Pilar y salieron a flote. Esa noche volverían a bajar dos veces más para poder hacerse un buen mapa mental de las profundidades.

El Puente de Piedra y las riberas estaban tan llenas de gente como cuando cayó el autobús cuatro años antes. El 19 de octubre, último día de las fiestas del Pilar de ese año, se entronizó a la Virgen, forjada en plomo y sujeta a un pedestal de hormigón. En total, 150 kilos de peso.

Un grupo de espeleólogos (formado por José Luis Aguirre, Julián Lorente, Miguel Sanmiguel y Manuel de Lis) descendió rapelando por una de las pilastras del puente. A las 11.00 horas ya estaba en una de las lanchas. Por un momento, se dejó la imagen de la Virgen sola y el sacerdote Vicente López la bendijo. A las doce, todo estaba listo.

Fueron cuatro los buceadores los que bajaron a entronizar a la Virgen: Benito Poderós, Alberto Marquet, Antonio Ramírez y José Miguel Buera. Los buceadores colocaron la imagen a 18 metros de profundidad, en una especie de gruta localizada en las primeras inmersiones. "La sujeción fue perfecta", aseguran. Cuando salieron del agua, todos los presentes rompieron a aplaudir. Lo habían logrado.